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jueves, 16 de enero de 2014

Tres horas que cambiaron por completo mi vida (Segunda y última parte)

Según lo relató James Dyson.

Al llegar a Okinawa, la primera noche fui a uno de los antros que solía frecuentar antes, un club de mucho movimiento llamado Tina’s Bar and Lounge. Para gran sorpresa mía, allí sentado en el bar estaba uno de mis antiguos compañeros en el negocio de la droga.

Nos alegró mucho vernos y en seguida tramamos un plan para sacar drogas de contrabando de Tailandia. Para llegar a Tailandia nos hicimos pasar por militares, pues teníamos tarjetas de identidad y documentos de permiso falsos, así como uniformes y demás. Una vez en el aeropuerto tailandés, conseguimos abrirnos paso hasta Bangkok.

Allí nos pusimos en contacto con el guía que habíamos apalabrado de antemano, y nos llevó en piragua por las oscuras vías fluviales y pantanos de la jungla hasta una isla apartada. Nos recibió uno de los principales narcotraficantes de Tailandia. Él fue un anfitrión tan amable y hospitalario que jamás sospechamos que informaría a las autoridades de nuestra actividad, pero lo hizo.

Fue un trueque para que la policía pasase por alto algunas de sus actividades ilegales.

Las autoridades nos esperaban en la estación de autobuses de Bangkok, y yo llevaba una maleta cargada con 29 kilogramos de drogas. Al cruzar la puerta de la estación de autobuses, noté el frío del acero en la nuca. Un coronel de la policía tailandesa había colocado un revólver del calibre 38 contra mi cabeza y me dijo con tono muy calmado: “Por favor, no trate de resistirse”. Nos detuvieron y nos condujeron a la comisaría de policía.

En Okinawa nos teníamos que encontrar con un cómplice que tendría tres cajas de zapatos llenas de heroína. Pensamos que si juntábamos nuestros suministros controlaríamos el mercado de la droga en Okinawa. El cómplice llegó con la droga, y cuando las cajas salieron sobre la cinta transportadora de equipaje, la policía estaba allí con un perro que detectó la heroína. Él perdió la heroína, yo perdí la maleta llena de marihuana y de speed (conocida hoy por el nombre de ice [hielo]), y nuestro negocio se clausuró antes de comenzar.

Terminamos en la prisión Klong Prem. Las condiciones de aquella cárcel eran primitivas y el alimento, escaso. Nuestra dieta cotidiana consistía en dos raciones al día de pequeños pescados salados y arroz. En los dos meses que estuve allí, perdí 45 kilogramos.
Durante nuestro encarcelamiento vino a visitarnos un caballero alto y de aspecto distinguido que decía ser del consulado americano. Dijo que quería ayudarnos pero que necesitaba más información. No confiamos en él. Después de divagar un rato, por fin nos reveló que encabezaba la investigación sobre el narcotráfico en todo el sudeste de Asia y trataba de probar que nosotros sacábamos drogas de contrabando del país. Al día siguiente regresó para hablar conmigo en privado.

“Hable con franqueza —dijo el investigador—. Si no lo hace, le prometo que se pudrirá en esta prisión.” Así que hablé con franqueza y le dije la verdad. Entonces me preguntó: “¿Qué le parecería trabajar para mí como agente especial?”. Aquella pregunta me tomó totalmente desprevenido, pero al final acepté colaborar con él en las operaciones antidroga.

Con el tiempo me concedieron la libertad y regresé a Okinawa, donde comencé mi nueva vida como agente especial de la lucha contra la droga. Mi trabajo consistía en establecer contactos para comprar droga con la intención de detener a los suministradores implicados en el tráfico de estupefacientes. Realicé ese trabajo durante más o menos un año y medio, y luego lo dejé.

Con el tiempo, mi compañero y yo llevamos un bar llamado Papa Joe’s. Teníamos contratadas a chicas de alterne que hacían de animadoras, es decir, animaban a los soldados a gastar en bebidas alcohólicas tanto como fuese posible. Una noche se sentó un hombre a la barra y me preguntó:

—“Usted es Jimmy-san, ¿verdad?”
—“Sí, yo mismo.”
—“Parece que le va bastante bien aquí, ¿no es cierto?”
—“No me va mal. ¿Por qué lo pregunta?”
—“Mi consejo es que no vuelva a salir a la calle. Si lo hace, vamos a atraparle y quitarle de en medio.”

Entonces me di cuenta de que era un agente del narcotráfico y que me vigilaban. Yo sabía demasiado y me advertían que me mantuviese alejado de las calles. No importaba. Ahora ya no salía a vender a la calle. Había ido cortando con el degradado estilo de vida que había llevado.

Además, en ese tiempo estaba tratando de encontrar el significado de la vida por medio de investigar en las religiones orientales. Pronto me di cuenta de que esas religiones eran igual de misteriosas y confusas que la doctrina de la Trinidad que enseña la cristiandad. Tampoco tenían sentido.
Entonces, un día llamaron a la puerta cuando me encontraba solo en casa. Era una mujer japonesa de edad avanzada con una cariñosa sonrisa dibujada en el rostro. Sin embargo, lo que realmente me captó la atención fueron sus ojos. Se veían radiantes. Parecía que en ellos pudiese ver que aquella mujer era recta y pura, que no estaba allí para estafarme. Algo me decía que debía escucharla. No podía explicarlo, pero tampoco podía pasarlo por alto. Así que la invité a entrar.

Lo cierto es que no empecé a oír lo que me decía hasta que nos sentamos frente a la mesa de la cocina. En mi juventud había ido muchas veces a la iglesia, pero nunca había oído citar directamente de la Biblia como en aquella ocasión.
Ella me mostró por qué había tanta iniquidad, que Satanás era el dios de este mundo y que todo lo que estaba ocurriendo era una señal de que vivíamos en los últimos días.

También me explicó que dentro de poco Dios se alzaría para poner fin a toda la iniquidad e introducir un nuevo mundo de justicia. Yo me había preguntado varias veces por qué estamos aquí, si la vida tiene algún significado, si existe algún propósito para esta hermosa Tierra.

Las respuestas estaban en la Biblia; siempre habían estado allí. (Salmos 92:7; Eclesiastés 1:4; Isaías 45:18; Daniel 2:44; 2 Corintios 4:4; 2 Timoteo 3:1-5, 13; 2 Pedro 3:13.)


Según iba hablando, las piezas de este rompecabezas iban encajando en su lugar. Tal como semillas que durante años se encuentran en estado latente, pero que cuando les llega humedad brotan, de igual manera, pensamientos acerca de Dios que habían estado latentes en mí, cobraron vida de súbito al ser regados por las aguas de la verdad procedentes de la Biblia. (Efesios 5:26; Revelación 7:17.)

Vivir para siempre, no en algún cielo lejano, sino aquí mismo en una Tierra paradisiaca, toda ella convertida en un jardín de Edén. Una resurrección que levantará de entre los muertos a incontables millones de personas para darles la oportunidad de vivir para siempre en este paraíso terrestre edénico.

Una vida sin dolor, ni lágrimas, ni sufrimiento, ni crimen, ni enfermedad, ni muerte. Los muchos textos de la Biblia que proclaman estas bendiciones venideras bajo el reino de Jehová en manos de Cristo me hacían visualizar escenas radiantes de lo que Dios tiene preparado para la humanidad obediente. (Salmos 37:10, 11, 29; Proverbios 2:21, 22; Juan 5:28, 29; 17:3; Revelación 21:1, 4, 5.)

¿Demasiado bueno para ser verdad? Bueno, ella me demostraba con la Biblia cada declaración que hacía. Después que me habló, la Biblia se me hizo por primera vez entendible, tenía sentido, cobró vida para mí.

Me di cuenta de dos cosas. En primer lugar, que esta era la pura verdad de la Palabra de Dios, incontaminada por los falsos credos y doctrinas de las religiones de la cristiandad; y en segundo lugar, que tenía que hacer cambios en mi vida para conformarme a las leyes y normas de Dios. (Salmos 119:105; Romanos 12:1, 2; 1 Corintios 6:9-11; Colosenses 3:9, 10.)


Hablamos durante tres horas, tres horas que cambiaron mi vida por completo. Antes de marcharse, Haruko Isegawa —así se llamaba— me dijo dónde podía dirigirme para asistir a reuniones de los testigos de Jehová. También comenzó a visitarme todas las semanas para estudiar la Biblia conmigo. A la siguiente semana de su visita inicial asistí a mi primera reunión con los testigos de Jehová.

Lo que aprendía tenía un profundo efecto en mi pensar y en mi conducta. Casi de la noche a la mañana hice bastantes cambios. Para muchos de mis antiguos amigos aquellos eran demasiados cambios en demasiado poco tiempo, así que pusieron fin a su amistad conmigo.
De ese modo perdí algunos de mis viejos amigos, pero, tal como Jesús había prometido, gané otros muchos. (Mateo 19:29.)

El 30 de agosto de 1974, diez meses después de la primera visita de la hermana Isegawa, me bauticé como testigo de Jehová.


Regresé a Estados Unidos al mes siguiente y empecé a asociarme con la congregación Robbins de mi ciudad. Al año siguiente visité Betel —que significa “Casa de Dios”—, la central mundial de los testigos de Jehová en Brooklyn (Nueva York).

En la actualidad trabajan allí tres mil voluntarios, además de otros mil en las Granjas Watchtower ubicadas más al norte del estado de Nueva York, con el fin de imprimir las publicaciones bíblicas que se distribuyen por todo el mundo. Aquella visita intensificó mi deseo de servir allí, privilegio que Jehová me concedió en septiembre de 1979.

A los pocos meses de llegar, asignaron a otro hermano al mismo departamento donde yo trabajaba. Había algo en él que me resultaba familiar, pero no podía determinar qué era. Al irnos conociendo más, descubrimos que ambos habíamos estado en Okinawa al mismo tiempo, habíamos vivido en el mismo complejo de viviendas y los dos vendíamos droga. Fue muy gozoso reunirnos de nuevo.

Actualmente él y su esposa son ministros especiales de tiempo completo de los testigos de Jehová en la Micronesia.

En 1981 Jehová me bendijo con mi cariñosa esposa Bonnie, y juntos hemos disfrutado de muchas bendiciones sirviendo en Betel.
 
Me siento como el rey David cuando dijo lo que se registra en el versículo 6 del Salmo 23: “De seguro el bien y la bondad amorosa mismos seguirán tras de mí todos los días de mi vida; y ciertamente moraré en la casa de Jehová hasta la largura de días”.

En cierta ocasión leí algo en la Biblia que me remontó a mi infancia. Era Mateo 10:29, 31: “¿No se venden dos gorriones por una moneda de poco valor? Sin embargo, ni uno de ellos cae a tierra sin el conocimiento de su Padre”. ¿Sabía Jehová del gorrión que yo había matado?
Me tranquilizó seguir leyendo: “No tengan temor: ustedes valen más que muchos gorriones”.

Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! del 22 de Julio de 1990 publicada por los testigos de Jehová, puede ser de su interes el tema ¿Cómo ser feliz en la vida?

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