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lunes, 6 de enero de 2014

¡Logré mi libertad en prisión! (Primera Parte)

Narrado por Enrique Barber González.RESPIRÉ profundamente para apoderarme de un aire distinto al de la prisión que acababa de dejar a mis espaldas. Casi no podía creerlo... ¡por fin estaba libre! Libre para abandonar la prisión francesa de Villeneuve-sur-Lot. Libre
para regresar a mi país, España.

Entré en prisión a la edad de veintitrés años; cuando en 1976 salí en libertad, tenía veintiocho.

A medida que me alejaba del penal, experimentaba con más viveza la grata sensación de la libertad recuperada. Me volví una vez más para echar una última mirada a aquellos sombríos muros. Un pensamiento me vino a la cabeza:

¡Había logrado mi libertad en prisión!


Durante mis años de reclusión, había pasado por cinco instituciones penales. Pero, ¿cómo fui a parar a las prisiones francesas? Lo cierto es que no fue por una causa noble. Yo era un delincuente.

Una influencia desgraciada en un hogar deshecho y una formación religiosa contradictoria se habían aunado para perfilar en mí una personalidad rebelde y agresiva.

Yo no podía conciliar a un Dios de amor con uno que a la vez torturara eternamente a sus criaturas en un fuego inextinguible.

Llegué a ser un inadaptado. Fui expulsado de cinco escuelas de enseñanza primaria diferentes.

Nací en Barcelona, y crecí en un ambiente hostil. Mis padres se habían separado cuando yo tenía seis años, de modo que quedé bajo la tutela de mi padre. No obstante, él no me proporcionó la dirección firme que yo necesitaba, por lo que, transcurrido algún tiempo, debido a mi inestabilidad y rebeldía, me metió en un reformatorio.

No pude evitar que se apoderara de mí un amargo resentimiento contra mi padre. Me sentí abandonado. Como era de esperar, no salí de allí reformado.

¿La Legión francesa o las cárceles españolas?


Me detuvieron dos veces por delitos comunes. Después de aquellas detenciones, me vi involucrado en un delito de contrabando y tuve que huir a Francia. Fui detenido por la gendarmería francesa, y se me dio a elegir: incorporarme a la Legión francesa o entregarme a la policía española. Opté por la Legión.

Tres años de servicio en la Legión no aportaron nada positivo a mi personalidad. Recibí un permiso de tres meses al terminar mi primera campaña.

Durante esos meses, me uní a un grupo de compañeros legionarios, todos dispuestos a pasárnoslo bien. Para hacer frente a los gastos que ocasionaba nuestro tren de vida bohemia y juerguista, nos dedicamos a robar. Yo conocía bien el “oficio”. Pasados unos meses, la policía nos detuvo.

Fui acusado de varios delitos, entre los que figuraban la falsificación de documentos y, el más grave, atraco a mano armada y secuestro. Esta vez mi afán de libertad e independencia me hizo pagar una elevada factura: ¡una sentencia de ocho años de reclusión criminal! Me condujeron a una dependencia para militares en el penal de Les Baumettes, Marsella, en el sur de Francia.

Allí se me hizo trabajar sirviendo las comidas a los reclusos celda por celda, unas sesenta y tres en total. También tenía que limpiar las celdas y los pasillos.

Un extraño encuentro

Un día, mientras repartía la comida, un funcionario que me acompañaba me dijo: “Esos son Testigos”. No los pude ver entonces porque la comida se entregaba con mucha rapidez y a través de un postigo que había en cada celda. Sin embargo, mi primer pensamiento fue: “Si son testigos de algún crimen, ¿cómo es que están en prisión?”. Como cabía esperar, eran testigos de Jehová, objetores de conciencia.

Días después, mientras limpiábamos sus celdas, mi compañero encontró abandonado un libro de cubierta azul en francés. Los Testigos habían sido trasladados a otras celdas, y el libro debió quedárseles allí. Me lo dio y lo puse con mis pertenencias. Más tarde, en uno de esos días grises y aburridos, comencé a leerlo.

Era el libro La verdad que lleva a vida eterna. Hacia la mitad del segundo capítulo, me cansé. Pero antes de dejarlo, hojeé unas cuantas páginas más. El dibujo de la página 95 me llamó la atención: “1914”, “generación”, “fin”. Intrigado, leí todo el capítulo.

Luego fui a la biblioteca, donde sabía que hallaría a los Testigos. Me dirigí a uno de ellos y le exigí: “Muéstrame en tu Biblia eso de 1914”. El Testigo, un poco sorprendido, me dijo: “Primero, lee este otro libro, y hallarás la respuesta”, y me entregó el libro “Hágase tu voluntad en la Tierra”.

Al día siguiente, durante la hora del paseo, les pedí más información. Empezamos un estudio... ¡diario! Mis preguntas no cesaban: “Y ¿eso de jugar por dinero?”. “Implica codicia y avaricia, y estas no son cualidades cristianas”, fue la respuesta. (Colosenses 3:5.) Y así pregunta tras pregunta, sobre hábitos de conducta, moralidad y doctrinas. Cada respuesta estaba respaldada por la Biblia.

Tuve la sensación de ir desatándome de cuerdas o cadenas, como si me escapara de un molde que me había estado comprimiendo. Era como si los muros de la cárcel ya no me aprisionaran más. Aquellas verdades bíblicas me abrían un nuevo horizonte.

Aprendí que la sociedad humana, “el sistema de cosas” tal y como existe hoy, será reemplazada por una nueva sociedad de personas amantes de la ley de Dios y su justicia. Mi personalidad cambió. ¡Comenzaba a sentirme libre en prisión! (Mateo 24:3; 2 Pedro 3:13.)

Experiencia relatada en la revista "¡Despertad! del 22 de Septiembre de 1987, publicada por los Testigos de Jehová. Lea la siguiente noticia relacionada: "Recuerden a los que están en prisión"