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miércoles, 24 de abril de 2013

Gozoso a pesar de mi desventaja (Relatado por Li Du-yong) Primera parte

Un frío día invernal de febrero, en 1951, mis compañeros de armas en retirada, creyéndome muerto, me abandonaron en el hoyo de protección donde me hallaba. Yo había recibido heridas graves en ambas piernas. Puesto que lo único que comí por tres días fue nieve, al tercer día los dolores del hambre eran mayores que los dolores de las heridas. Al séptimo día unos soldados enemigos me hallaron, pero me dejaron para que muriera donde estaba. Durante este tiempo oré a “Dios,” quienquiera que él fuera. Le prometí que le serviría si me ayudaba entonces.

LA GUERRA que estalló en junio de 1950 cambió la vida de todos los que vivíamos en la península coreana. Yo fui reclutado para servir en las fuerzas militares de Corea del Sur más tarde durante aquel año, y en menos de cuatro meses me hallé con una terrible herida en una trinchera u hoyo de protección. Aquello me dio tiempo para pensar, pues era lo único que podía hacer.

Fui criado en la religión budista, pero ésta nunca me infundió verdadera esperanza. Además, mis padres creían en muchas enseñanzas de Confucio, y la adoración de antepasados era una parte muy importante de nuestra vida familiar. Pero ahora, al necesitar ayuda, me volví en otra dirección: oré a “Dios,” llamado en coreano Ja-na-nim.

Finalmente, me capturaron soldados de la China Roja y me llevaron a una casa abandonada donde tenían detenidos a algunos de mis compañeros de armas. Puesto que yo no quería que las fuerzas de Corea del Norte me llevaran, escapé arrastrándome por tierra. Pero los soldados de la China Roja me capturaron de nuevo y pronto me abandonaron, pues pensaron que yo no estaba lo suficientemente vivo como para ser tomado como prisionero de guerra.

Ya habían pasado unos 50 días desde que había sido herido. Caí en un sueño profundo. Más tarde, debido a la naturaleza de cambio continuo de la guerra, me encontraron soldados amigos de Corea del Sur. El hospital de campaña de Wonju, Corea, adonde me llevaron, no podía encargarse de la gangrena que había comenzado a invadirme, y por eso fui transportado al hospital de Pusan. Allí me amputaron la pierna izquierda más arriba del muslo, y me cortaron la pierna derecha debajo de la rodilla. Yo me sentía deprimido y desanimado; pensaba que no tenía para qué vivir.

¿ME DIO ESPERANZA LA RELIGIÓN?

Durante la hospitalización me visitó un capellán del ejército. Puesto que yo había orado a Dios, ahora me pregunté si aquella religión “cristiana” pudiese contribuir algo a mi vida y traerme gozo. Pero pronto se desvanecieron mis esperanzas.

El capellán era una persona agradable. Me dijo que yo había dado buen servicio a la patria, y como consecuencia de ello iría al cielo. Sin embargo, aquello no era significativo para mí. Asistí a los servicios religiosos con los cuales el capellán estaba asociado, pero esto de ningún modo amplió mi conocimiento de Dios ni me proporcionó algún motivo por el cual vivir. De hecho, aquellas reuniones me convencieron de que la creencia “cristiana” de un tormento eterno no solo era irrazonable, sino que no podía proceder de Dios.

INTENTOS DE REHABILITACIÓN

Los dos años que pasé en el hospital fueron dolorosos, amargos y faltos de significado. La primera vez que las enfermeras me ayudaron a caminar con mis nuevas extremidades artificiales, un avión voló sobre nosotros y, cuando miré hacia arriba para verlo, caí de espaldas. Esto me desconcertó por completo y me llenó de frustración. Las enfermeras se esforzaron mucho por estimularme; hasta me sugirieron que, con mis nuevas piernas, con el tiempo podría bailar. Pero lo que decían no me consolaba.

Poco después una enfermera me sorprendió mientras yo trataba de tomarme 15 tabletas calmantes que había guardado secretamente con el propósito de suicidarme. Me hizo vomitarlas. Sobreviví tres intentos de esta índole.

En la primavera de 1953, a la edad de 23 años, me licenciaron con una pensión muy pequeña. Me encontraba sin orientación en la vida. Mis padres habían perdido la vida en la guerra, y el único lugar al cual podía ir era a casa de mi hermano mayor. En el Oriente, el hermano mayor se convierte en el cabeza del hogar en situaciones como éstas, y todos los hermanos y hermanas menores se sujetan a él, especialmente en asuntos de familia. Yo quería liberarme de esta tradición y llevar una vida independiente. Pensaba que el tener una esposa me ayudaría a lograrlo.

Pero aquí en Corea uno no puede sencillamente ir a otra persona y proponerle matrimonio. Tiene que haber un intermediario, alguien que haga los arreglos para el matrimonio, y éste puede ser un pariente o un amigo íntimo. La esposa de un amigo se encargó de esa obligación y halló a una jovencita que tenía la disposición de ayudar. El matrimonio me proporcionó cierta medida de independencia, pero la vida todavía resultó difícil. Juntos, mi esposa y yo experimentamos muchas penalidades, incluso problemas económicos.

CONMOVIDO POR LA RELIGIÓN DE MANERA PERMANENTE

Un día muy caluroso de agosto de 1955 me plantearon la pregunta: “¿Puede usted vivir para siempre en felicidad sobre la tierra?” Un testigo de Jehová me visitó en mi hogar y me ofreció un folleto con ese título. La pregunta era muy apropiada para mí. Aquel Testigo llegaría a ser una gran influencia en mi vida.

Durante una de las primeras veces que el Testigo regresó me sentí muy aliviado al escucharle explicar, por el contenido de la Biblia, que no existe un infierno ardiente. Con el tiempo comencé a ver que hay un Dios de amor. Esto, junto con la perspectiva de disfrutar de una vida feliz en la Tierra para siempre, me puso ante algo que sí tenía significado. (Sal. 37:29) Y en mi condición de persona a quien le faltaban las extremidades inferiores, usted puede imaginarse la alegría que sentía cuando alguien me leía profecías bíblicas acerca de que el cojo saltaría como lo pueden hacer los animales. ¡Esto ciertamente era una esperanza real y un verdadero estímulo!—Isa. 35:6.

Después de la tercera o cuarta visita del Testigo, ya yo oraba a Jehová y expresaba aprecio por lo que estaba aprendiendo. Me sentía tan emocionado por el conocimiento que estaba adquiriendo de la Biblia que algunas noches perdía el sueño por solo estar pensando en aquellas cosas. Ahora, por primera vez, tenía un verdadero motivo por el cual vivir. No era sencillamente para obtener vida, sino para usar mi vida en servir a nuestro amoroso Creador, Jehová Dios.

Yo estaba tan contento con lo que estaba sucediendo que mi entusiasmo rebosaba y se comunicaba a compañeros veteranos impedidos como yo con los cuales tenía negocios. Al poco tiempo tres de ellos se unieron a nuestro estudio bíblico semanal.

ME ASOCIO CON LA CONGREGACIÓN

No se me hizo fácil asistir a la primera reunión en el Salón del Reino. Yo era demasiado sensible en cuanto a mi estado físico, el llevar muletas y toda la situación, y me disgustaba que la gente me mostrara lástima. Así que generalmente evitaba estar donde hubiera algún grupo de personas. La única excusa que daba para no asistir al Salón del Reino era que no podía subir dos pisos por la escalera, aunque aquello no era un verdadero problema.

Entonces, unas semanas después de la primera visita que me hizo, el Testigo trajo consigo a un misionero norteamericano que regularmente visitaba congregaciones en Corea. Él también me estimuló a asistir a las reuniones que se celebraban en el Salón del Reino, y señaló la necesidad y los beneficios de hacerlo. Me impresionó profundamente el que aquel hombre visitara mi humilde residencia y hablara mi idioma, pues yo sabía que era difícil para él. Por eso se me hizo difícil decir No a su invitación, y acepté.

Cuando llegó el día, estuve presente en el Salón del Reino. ¡Qué efecto tan profundo tuvo en mí la reunión! Nunca había tenido la experiencia de estar en una reunión de gente como aquélla, deseosa de aprender más acerca de los propósitos de Dios y de servirle a Él. Aquello difería mucho de las reuniones religiosas en las cuales yo había estado presente, hubiese sido en templos budistas o en alguna iglesia. De allí en adelante el asistir con regularidad al Salón del Reino fue parte de mi vida. Valía la pena la hora y veinte minutos que me tomaba el caminar cuatro kilómetros hasta el Salón del Reino.

Articulo publicado en la revista "La Atalaya" con fecha del 01 de enero de 1980