Entradas populares

Buscar en este blog

miércoles, 29 de enero de 2014

Busqué una vida más fácil mediante las drogas

Narrado por Ladd Stansel.

AL SENTARME sobre el sucio y viejo colchón de gomaespuma de aquella celda escasamente iluminada, comencé a repasar mentalmente los acontecimientos de aquel día. ¡Cómo habíamos podido ser tan estúpidos como para dejarnos atrapar!
Si tan solo hubiésemos permanecido serenos en el coche, en lugar de asustarnos, la policía no nos habría hecho parar. Si antes que la policía hubiese mirado el cenicero, hubiésemos tirado las colillas de marihuana y escondido aquella bolsa de yerba... ¿Cómo me metí en todo este enredo? Mi mente se trasladó al pasado, unos años atrás...

Durante mi adolescencia, yo era alto y muy delgado, lo que hacía que me sintiera cohibido y fuera de lugar. Era extremadamente tímido, y tenía pocos amigos. Sin embargo, yo quería ser popular en la escuela, ser una persona desenvuelta. Con el tiempo me dejé crecer el pelo, empecé a usar pantalones tejanos desteñidos y a sentarme en la parte de atrás de la clase, junto a otros jóvenes que hacían gala de su desenfado.

Un día la ocasión se presentó de la manera más tonta. Yo estaba fuera, en la zona de fumadores, junto a otros muchachos. Me pasaron un cigarrillo de marihuana. Por no ser menos que los demás, me lo fumé. Después de aquello, encontré que en poco tiempo me había introducido en un nuevo círculo de amistades. Por fin había logrado alguna popularidad y tenía muchos amigos.

Con el tiempo empecé a usar drogas más fuertes. Todo parecía ser emocionante y tener el sabor de la aventura: buscar un lugar para dar unas chupadas, ponerme eufórico y hacer otras cosas que implicaban llevar una vida disoluta y sin compromisos. Comencé a pensar que la vida sería mucho más sencilla si todo el mundo fumara yerba. ¿Por qué? Porque, al fumarla, uno podía apreciar las cosas hermosas de la vida y relajarse; por lo tanto, tenía que ser bueno. Ese era mi punto de vista. Pero al verme en esta sucia celda, la realidad me sacudió como una bofetada.

Mis padres no sabían que yo había estado usando drogas. ¡Qué mal se iban a sentir cuando se enteraran! Transcurrido un tiempo que me pareció eterno, la puerta de la celda se abrió. Un policía me dijo que mi padre había venido para sacarme bajo fianza. El viaje de regreso a casa fue muy tenso.

Mi padre llamó a un abogado para que me ayudara en mi entrevista ante los funcionarios del tribunal. Como era amigo de la familia, le había sorprendido que me hubiese metido en dificultades. Más tarde, en la comisaría, el abogado habló en mi defensa ante los funcionarios. Yo esperaba impaciente el resultado.

Finalmente se decidió dejarme en libertad debido a que no tenía antecedentes penales. El abogado me aconsejó amablemente que centrara mi atención en otros intereses, y no en las drogas. Le contesté que no lo dudase, que así lo haría. Pero cuestan menos las palabras que las acciones.

Depresión e intento de suicidio

Continué relacionándome con mis antiguos amigos. De modo que, debido a la presión del grupo, empecé de nuevo a usar las drogas. Con el tiempo, la emoción desapareció. Pero no podía prescindir de las drogas. Necesitaba darme una dosis para alejarme de los problemas que me rodeaban y así ayudarme a pasar el día. Mis amigos y yo no podíamos pasarlo bien si no teníamos droga. Incluso en un día hermoso, si estábamos disfrutando del esquí acuático en el lago, añorábamos la droga, y decíamos: “¡Si solo tuviésemos un poco de yerba!”.

Con el tiempo empecé a experimentar períodos de profunda depresión. La vida no tenía propósito. No tenía ningún aliciente, salvo los estados de euforia que me proporcionaban las drogas. Comencé a pensar en suicidarme. Intenté hacerlo con una sobredosis de fármacos, y me tragué casi todas las pastillas que tenía mi abuela en su botiquín. Pero, para mi asombro, desperté a la mañana siguiente aún vivo.

Una noche que no estaba drogado subí a la azotea de nuestra casa. Me impresionó especialmente la belleza de la noche. Había luna llena, y unas enormes nubes grises surcaban el cielo, mientras las copas de unos altos pinos se balanceaban con la brisa nocturna. ¿Habrá algún ser responsable de esta serena belleza y orden en la naturaleza?, me preguntaba. ¿Habrá un propósito en la vida más elevado que tan solo vivir como un animal, buscando satisfacer los deseos carnales? Comenzaba a despertarse en mí una necesidad espiritual.

Empecé a leer acerca de la reencarnación. Me interesé en el budismo Zen. También encontré una vieja Biblia, le quité el polvo y empecé a leer el “Nuevo Testamento”. Encontré algunos pensamientos que me gustaron, como las palabras de Jesús: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos”. (Mateo 7:12, Versión Valera, 1960.)

Pero ¿es que hay alguien en la tierra que cumpla estas cosas?, me pregunté. ¿Quién me podría explicar la Biblia? Decidí ir a diferentes iglesias para investigarlo. Pero, debido a mi timidez, no me atrevía ni siquiera a salir de mi camión para entrar en alguna de ellas.

Hallé la respuesta en un libro usado

Una noche intenté orar a Dios. “Por favor, ayúdame a encontrar a los que verdaderamente aplican los principios bíblicos”, supliqué. Una semana más tarde me hallaba rebuscando en los estantes de una tienda de artículos de segunda mano. Entre los libros usados había uno pequeño de tapas azules que me llamó la atención; se titulaba La verdad que lleva a vida eterna. Lo compré y lo leí. Explicaba las doctrinas principales de la Biblia y apoyaba los argumentos con citas bíblicas.

Decidí poner en práctica el consejo que aparecía en la página 138, donde se recomendaba que asistiera a uno de los Salones del Reino de los testigos de Jehová.
Hasta entonces nunca había hablado con ningún Testigo. Pero recordaba que mi madre me había dicho una vez que cierto hombre que le había hecho unos trabajos de tapicería era Testigo. Ella me había advertido que nunca hablara con él sobre religión, porque terminaría mareándome. Busqué su número en la guía telefónica y le llamé para preguntarle dónde estaba el Salón del Reino.

El tapicero me esperó a la entrada del Salón para acompañarme al interior. Me presentó a todos los que se cruzaron con nosotros. Me sorprendió que todos se conocieran y que el Salón estuviese lleno de vida, con conversaciones amigables, en lugar de hallarse en silencio, como yo había pensado que sería una iglesia. Debí parecerles muy extraño, tal y como iba vestido, y el pelo largo, hasta la espalda. Pero nadie me hizo sentir diferente. Me recibieron con amabilidad.

Una vez que acabó la reunión, el señor Parciacepe, el tapicero, me preguntó si quería que me hiciesen un estudio bíblico. Acepté. A medida que fui progresando en mi estudio, vi la necesidad de hacer cambios en mi vida. Cambié mi modo de vestir y arreglo personal. Rompí con las drogas. Dejé de asociarme con mis antiguos amigos, reemplazándolos por nuevos de entre los testigos de Jehová.

El abogado y su cliente

En 1979, aproximadamente un año después de haberme bautizado como testigo de Jehová, pude emprender el ministerio de tiempo completo. Durante el primer verano de mi servicio de dedicación completa ocurrió algo inesperado.

Uno de los ancianos de mi congregación, que era abogado, decidió visitar a algunos de los abogados de la comunidad con el fin de familiarizarlos con nuestras creencias. Me llevó con él. Resultó que uno de los abogados que visitamos era el que me había ayudado años atrás, cuando me arrestaron por tenencia de drogas.
El anciano explicó el propósito de nuestra visita, y luego me presentó. Al darnos la mano, una expresión de sorpresa e incredulidad se reflejó en su rostro, y entonces, dibujando una amplia sonrisa, exclamó: “¡Ladd Stansel! ¡No hubiese sido capaz de reconocerte! ¡Has cambiado muchísimo!”.

Disipada la primera impresión, le presenté un ejemplar del libro con el que yo había empezado, y le dije: “Este libro verdaderamente me ha ayudado a entender los principios bíblicos y a ver la importancia de cambiar. Quisiera que usted se lo quedase”. Tomó el libro, y me dio las gracias amablemente. Mientras nos marchábamos, pensaba en el efecto que este encuentro habría tenido en él.

Unos días después lo supe. Tanto mi madre como el abogado a quien yo había acompañado recibieron una conmovedora carta del que había sido mi abogado defensor. Dijo que había presenciado un milagro: la transformación de un drogadicto adolescente inseguro en un excelente joven adulto que ahora era capaz de aportar su contribución a la comunidad.

Los últimos siete años han sido para mí de gran ayuda en mi progreso hacia la madurez. En 1981 fui aceptado para servir voluntariamente en Betel, la central mundial de los testigos de Jehová, ubicada en Nueva York. Mi vida se ha enriquecido aún más, pues el año pasado me casé con Sue, quien se ha unido a mí en el servicio de Betel.

De modo que no fueron las drogas las que simplificaron mi vida... ¡todo lo contrario! Más bien, al rechazar las drogas y dedicarme a servir a mi Creador, Jehová Dios, he podido llevar una vida sencilla y llena de contentamiento y felicidad. La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará brillante (Mateo 6:22.)
 


Experiencia relatada en la revista "¡Despertad! del 22 de Noviembre de 1987. Puede ser de su interés el tema: "Póngase de parte de la adoración verdadera"