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jueves, 21 de noviembre de 2013

Aguanté casi 30 años de guerra (3a y última parte)


Según lo relató Nguyen Thi Huong

En Malaysia


Cuando los representantes de nuestra embarcación fueron a tierra a pedir permiso para desembarcar, se lo negaron. Los oficiales nos amenazaron con echarnos a la prisión si desembarcábamos. Mientras tanto, los habitantes de la localidad que estaban en la playa se acercaron a examinarnos con curiosidad.

Les asombraba saber que semejante embarcación hubiera podido cruzar el océano. Sabían quiénes éramos, pues había habido otros refugiados procedentes de Vietnam. Nos lanzamos al agua para quitarnos la suciedad de una semana, riéndonos y divirtiéndonos ante una creciente cantidad de espectadores.

De repente, un extranjero rubio de alta estatura nos llamó desde la playa y prometió enviarnos alimento, agua potable y medicinas. “Si los malayos no les permiten venir a tierra —gritó él—, destruyan la embarcación y naden hasta la orilla.”

El extranjero cumplió su palabra, pues esa misma tarde llegó una pequeña embarcación con comida y agua potable, y también vino una enfermera que llevó a los enfermos al hospital y los trajo de vuelta aquella noche. ¡Qué alegría! ¡De seguro que no moriríamos de hambre!

Para que resultara imposible irnos, a escondidas dañamos el motor de nuestra embarcación. Después que las autoridades lo examinaron al día siguiente, dijeron que nos llevarían a un lugar donde se podía reparar. Nos remolcaron a un río que conduce a un enorme lago y nos dejaron allí.

Pasaron tres días, y se nos agotó la comida... el extranjero no nos había hallado. De modo que, aunque el dueño de la embarcación quería salvarla para venderla, decidimos hundirla y nadar hasta la orilla.

¡Oh, qué calurosa fue la bienvenida de los habitantes! Habían estado observando nuestra embarcación, y cuando todos llegamos a salvo a la orilla, corrieron a nuestro encuentro llevándonos pan, galletas y arroz.

Nos quedamos un día en el lugar adonde llegamos a tierra, y luego nos transfirieron a campamentos de refugiados. Allí nos enteramos de que el extranjero bondadoso que habíamos visto en la playa no era otro sino el alto comisario de los refugiados del sudeste de Asia.

Mis tres hijos y yo vivimos durante más de seis meses en los campamentos de refugiados de Malaysia, desprovistos de todo. Pero después pudimos emigrar a los Estados Unidos de América, donde vivimos actualmente. Pero ¿qué hay de la promesa que yo había hecho a Dios?


Cumplo mi promesa a Dios

NUNCA olvidé la promesa que había hecho a Dios casi 30 años antes... que daría mi vida para servirle si él me ayudaba. Y me parecía que él me había ayudado muchas veces. ¡Qué culpable me sentía de no pagar mi deuda a Dios!
La vida en los Estados Unidos era tan diferente de la vida en Vietnam.

¡Qué bueno es poder disfrutar de la libertad... poder ir adonde uno quiera y cuando uno quiera! Sin embargo, me sentía completamente confundida por el modo de vivir materialista y su punto de vista científico. ¡Los valores morales parecían muy poco comunes!

A diario los periódicos estaban llenos de informes acerca de terribles delitos... niños que habían matado a sus padres o viceversa, abortos, divorcios, y violencia en las calles. Todo esto me asustaba. ‘¿Por qué había tanta decadencia en un país tan favorecido con belleza y riqueza?’, me preguntaba.

Ahora viejas preguntas me atormentaban más que nunca antes: ¿Realmente fue Dios quien creó al hombre? ¿Realmente somos hijos de Dios? Si lo somos, ¿por qué es él tan indiferente para con nuestras faltas? ¿Por qué no castiga a los hombres ahora para impedir que sucedan cosas aún peores? ¿O está Dios esperando que el hombre se arrepienta de sus pecados? Y, respecto al hombre, si fue creado por Dios, ¿por qué no se parece a su Padre? ¿Por qué no procura hacer feliz a Este?

Basándome en mi propia experiencia, me sentía convencida de que Dios sí existía. No obstante, me preguntaba por qué había tantas ideas erróneas en cuanto a él. ¿No tiene él algunos hijos que lo comprendan, que lo amen, que lo hagan feliz por sus hechos de justicia? ¡Claro que los debe tener! Pero ¿dónde se les puede hallar, y cómo? ¿Cómo puedo yo llegar a conocerlos?

Esas preguntas me obsesionaban, y el no tener las respuestas a ellas me hacía muy infeliz. Entonces un día, en junio de 1981, mientras vivía en Pasadena, Texas, me visitó un señor de edad avanzada, acompañado de su nieto. Me hablaron de que Dios tiene un Reino, un gobierno verdadero, y que este traerá bendiciones a la Tierra. El señor entonces me preguntó si querría vivir para siempre en el Paraíso en la Tierra.

Mi respuesta fue: “No”. Mi gran deseo era conocer al Dios verdadero, y vivir para siempre en el Paraíso no me interesaba en aquel entonces. No obstante, el aire digno del señor y su nieto me infundió respeto y confianza, así que les pedí que entraran.

Les relaté cómo creía yo haber experimentado la protección y el cuidado amoroso de Dios. “Estoy buscando al Dios que tiene estas cualidades sobresalientes —dije yo—. Si el Dios de ustedes realmente es Este, por favor muéstrenme cómo puedo llegar a conocerlo.”

Por casi una hora aquel señor de edad avanzada me leyó de la Biblia acerca del gran Dios, Jehová. Por ejemplo, me explicó cómo trató Jehová con su pueblo, los israelitas, y cómo mostró su amor e interés para con ellos. La semana siguiente el señor regresó con la publicación Mi libro de historias bíblicas.

Lo abrió y me mostró la historia número 33, “Cruzando el mar Rojo”. Sin leerlo, solo al mirar la lámina, acerté lo que había sucedido... Dios había librado milagrosamente a su pueblo de las manos de los opresores.

Pensé para mis adentros: ‘Este realmente es el Dios a quien he estado buscando’. La semana siguiente comencé a estudiar regularmente la Biblia con los testigos de Jehová, y a medida que fui estudiando, hallé en la Biblia respuestas lógicas a todas mis preguntas.

Esta es la ilustración que llamo la atención de Nguyen Thi Huong, Capítulo 33: "Cruzando el Mar Rojo" de "Mi libro de historias Bíblicas"

Sí, finalmente había hallado al Dios verdadero a quien debía servir para pagar mi deuda. Para demostrar que había dado mi vida a fin de servirle para siempre, me sometí a la inmersión en agua.

Ahora empleo mi tiempo ayudando a otros a aprender acerca de Jehová, sus razones para permitir la iniquidad hasta ahora, y los medios que él usará dentro de poco para eliminar los problemas de la Tierra. Por fin siento un verdadero sentido de paz y seguridad mientras sirvo a Jehová junto con su organización terrestre de mis amorosos hermanos y hermanas.


Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! del 22 de octubre de 1985, publicada por los Testigos de Jehová. Puede suscribirse por medio del podcast