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jueves, 31 de julio de 2014

¡Las heridas de Hiroshima han desaparecido!

Según lo relató Taeko Enomoto, de la ciudad de Hiroshima

UN DESCONOCIDO llegó a nuestra casa con una camisa quemada y hecha jirones que había llevado puesta un muchacho de edad escolar. Lo único que quedaba de la camisa era el cuello junto con la parte superior de esta. Pero todavía se podía leer claramente en el frente de la camisa el nombre Miyakawa Shiro. Aquella era la camisa de mi hermano.

La mañana del 6 de agosto de 1945, como de costumbre, me fui a trabajar. Como muchacha típica de 19 años de edad, me había contagiado de la fiebre patriótica que dominaba al país en aquel tiempo y me había unido al Cuerpo de Mujeres Voluntarias. Mi hermano, quien todavía era de edad escolar, había ido al centro de la ciudad para trabajar. Mi padre había muerto peleando en Manchuria. Por esto mi madre quedó sola en casa.

Temprano aquella mañana se habían divisado unos aviones militares enemigos cerca de Hiroshima, y se habían dado toques de alarma tocante a un ataque aéreo. Mientras terminábamos nuestros ejercicios militares y estábamos a punto de entrar en el edificio, una tremenda explosión estremeció la zona. Todo cuanto había delante de mis ojos se puso completamente rojo. El calor procedente del estallido me dio la sensación de que había caído dentro de un horno caliente... en ese momento quedé inconsciente.

Tan pronto recobré el conocimiento, pensé en mi familia. Aunque era pleno día, el velo de partículas radiactivas producido por la bomba hacía que las cosas parecieran horripilantes. Pronto comenzó a caer una lluvia de partículas negras como el hollín, y continuó cayendo por casi dos horas. Lo que vi de camino a casa fue espantoso.

Había personas a quienes les chorreaba sangre del cuello y otras que se cubrían los ojos con las manos mientras les fluía sangre entre los dedos. Vi a muchas que tenían el cuerpo entero rojo como una brasa. A algunas les colgaba de las puntas de los dedos la piel de las manos y los brazos, mientras que otras arrastraban la piel que se les había desprendido de las piernas. Había personas que tenían el cabello rizado y de punta.

Cuando llegué a casa, hallé el entero vecindario, incluso nuestra casa, aplanado por el estallido. ¡Qué alegre me sentí de encontrar a mi madre todavía viva, aunque estaba gravemente herida por los fragmentos de vidrio que habían salido volando! Pero ¿qué le había ocurrido a mi hermano? Decidimos esperar hasta la madrugada del día siguiente antes de ir a la ciudad a buscarlo.

La búsqueda para hallar a mi hermano
Al ver la ciudad el día siguiente me di cuenta de que aquello no había sido sencillamente otro ataque aéreo. Aquella bomba había sido grande. La devastación no tenía precedente.

A lo largo del puente que conducía a la ciudad estaban amontonados los cuerpos carbonizados de los que habían muerto, lo cual dejaba solo un pasaje estrecho en el centro. A veces oía gemidos que provenían de entre los cuerpos amontonados, y de vez en cuando había movimientos repentinos entre ellos. Sin pensar, me acercaba de prisa para ver si era mi hermano. Pero todos estaban tan quemados e hinchados que era difícil saber quiénes eran. Cuando llegaba a los diferentes centros encargados de ayudar a las víctimas a establecerse en otros lugares, yo gritaba el nombre de mi hermano, pero él no aparecía.

Después de dos o tres días, la gente comenzó a preparar listas de los difuntos. Los soldados reunían los cuerpos carbonizados, les echaban gasolina y los incineraban. Se podía hacer muy poco a favor de los heridos y los moribundos. Se les daba un poco de agua y una ración diaria de una bola de arroz. No había ni equipo ni tratamiento médico para ellos.

Dentro de unos días, el cabello de la gente empezó a caerse. Se veían moscas y gusanos moverse en las heridas abiertas de los que estaban demasiado débiles para limpiarlas. El hedor de los cadáveres ardientes y las heridas desatendidas viciaban el aire. Pronto, aparentemente sin ninguna razón, los que estaban lo suficientemente saludables como para cuidar de los heridos empezaron a morir, uno a uno. Evidentemente habían sucumbido a los efectos de la radiación. Yo también comencé a experimentar diarrea, debilidad y trastornos nerviosos.

Después de una búsqueda de casi dos meses, finalmente me enteré de lo que le había ocurrido a mi hermano. El desconocido que mencioné antes vino a vernos. Nos explicó que había dado agua a un muchacho que estaba gravemente quemado y ciego por la bomba. Cuando finalmente murió mi hermano, esta persona fue lo suficientemente amable como para quitarle la camisa y tomarse la molestia de buscarnos y traérnosla.

El efecto que todo eso tuvo en mí, una muchacha de 19 años de edad, fue traumático. Perdí la fortaleza para pensar en cosa alguna. También perdí todo sentido de temor. Sencillamente lloré y lloré. Cada vez que cerraba los ojos, veía a las víctimas, que tenían miradas perdidas en el rostro, vagar a la deriva en la penumbra. ¡Cuánto detestaba la guerra!

Odiaba a los estadounidenses por dejar caer la bomba, y odiaba a los líderes japoneses por permitir que la guerra llegara hasta ese extremo.

Hallé algo mejor

Durante los siguientes diez años me casé y con el tiempo tuve tres hijos. Pero mi corazón continuaba ardiendo de odio. Aunque quería desesperadamente deshacerme de aquellos sentimientos, me preguntaba cómo podría yo olvidar alguna vez todo aquello.

Probé diferentes grupos religiosos y me uní a la religión Seicho No Ie, pues ellos parecían ser los más amorosos y generosos. Pero no pudieron darme respuestas satisfacientes. Cuando preguntaba por qué tuvo que morir mi hermano, solamente decían: “Las personas que hacen cosas buenas mueren jóvenes. Ese era su destino”.

Luego nos mudamos a Tokio. Cierto día, un testigo de Jehová tocó a mi puerta. Me habló acerca del Reino de Dios y me leyó de la Biblia algo acerca de personas que batirían sus espadas en rejas de arado (Isaías 2:4).

Y él ciertamente dictará el fallo entre las naciones y enderezará los asuntos respecto a muchos pueblos. Y tendrán que batir sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas. No alzará espada nación contra nación, ni aprenderán más la guerra (Isaías 2:4)

Me impresionó su bondad y su conocimiento de la Biblia, y acepté de él dos revistas. Más tarde me enteré de que él también había perdido a la mayor parte de su familia en el estallido de la bomba de Hiroshima. Él hizo arreglos para que una señora me visitara.

La señora vino muchas veces, siempre con una sonrisa afectuosa. Pero yo todavía sentía amargura e indiferencia. Aunque escuchaba su mensaje de la Biblia, sencillamente no podía creer que pudiera haber algún poder salvador en una religión de un país que había ocasionado la desgracia de aquel día en Hiroshima. Pero había algo en ella que me hacía seguir escuchando.

“¿Cree usted —le pregunté un día— que es posible que alguien como yo, cuyo corazón está lleno de odio, llegue a ser una persona cariñosa como usted?”
“Sí, es posible”, contestó ella con confianza. “Yo llegué a ser de la manera que soy después de estudiar la Biblia”, explicó ella.


De modo que comencé un estudio sistemático de la Biblia usando el folleto titulado “¡Mira! Estoy haciendo nuevas todas las cosas”. En el estudio aprendí que las acciones de las naciones llamadas cristianas no concordaban con el cristianismo que se enseña en la Biblia, y que la cristiandad, también, se encara al juicio de Dios.

Mi entusiasmo aumentaba a medida que seguía estudiando. Llegué a comprender por qué ha permitido Dios la iniquidad hasta ahora y que solo el Reino de Dios tiene el poder de librar a la humanidad del sufrimiento. También me conmovió profundamente el amor que Jesucristo mostró al dar su vida en un madero de tormento para el provecho de toda persona. Poco a poco el mensaje bíblico cambió mis sentimientos, y pronto desapareció el odio que había en mi corazón. En su lugar sentí amor afectuoso hacia otros y un fuerte deseo de hablarles acerca del Reino de Dios.

Comencé a asistir con regularidad a las reuniones celebradas en el Salón del Reino y fui bautizada en junio de 1964. Por siete años desde entonces, pude ser precursora (ministra de tiempo completo de los testigos de Jehová) y disfruté del privilegio de ayudar a 12 personas a llegar a conocer al único Dios verdadero, Jehová.

Pongo en práctica mi experiencia
Ahora mi esposo y yo hemos regresado a Hiroshima. Aquí todavía encuentro a muchas personas que, al igual que yo, recuerdan la bomba. Habiendo pasado por la misma experiencia que ellos, puedo ayudarles a ver que la única esperanza verdadera de un mundo sin más guerra radica en el mensaje bíblico de la venida de la gobernación del Reino mediante Cristo Jesús.

Hoy día en Hiroshima casi han desaparecido las cicatrices del estallido de la bomba. Pero más importante aún, he podido deshacerme de las heridas y el odio que llevé en mi corazón por muchos años y los he reemplazado con esperanza y amor. Ahora anhelo ver el tiempo en que Dios resucitará a todos aquellos a quienes él recuerda con afecto. Mi deseo es compartir el gozo incomparable que tengo ahora con las muchas personas que murieron en Hiroshima hace casi 70 años... incluso mi querido hermano menor.

Artículo publicado en la revista ¡Despertad! del 22 de Agosto de 1985. Para complementar lea la revista "La Atalaya" con el tema de portada ¿Por qué hay tanto sufrimiento?. Ambos distribuidos por los testigos de Jehová.