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jueves, 12 de diciembre de 2013

Cuando soy débil, entonces soy poderosa (Relatado por Luretta Maass)

ME CRIÉ en la pequeña población de Petaluma, situada al norte de San Francisco (California, E.U.A.). Mamá tenía inclinación religiosa, pero papá no.
Yo siempre creí en un Creador, solo que no sabía quién era.

Tuve una infancia feliz. ¡Cómo recuerdo aquellos días en que vivía libre de preocupaciones! Poco me imaginaba que en mi cuerpo estaban operándose cambios que me privarían de gran parte de mi libertad. Me acuerdo de que en 1960, mi último año de secundaria, le dije a mi mejor amiga que sentía mucho dolor en algunos dedos de las manos.

Mamá me llevó a un hospital de San Francisco, donde permanecí recluida unos seis días. Contaba 18 años entonces, y las pruebas revelaron que padecía artritis reumatoide.

Empecé a tratarme con inyecciones de tiosulfato sódico de oro, luego con prednisona y, posteriormente, con otro tipo de cortisona. Utilicé estos medicamentos durante dieciocho años; en cada caso me aliviaban el dolor por unos cuantos años hasta que poco a poco perdían su efectividad, y entonces pasaba al siguiente.

Como el dolor era continuo, hallé algunas terapias alternativas que me han proporcionado cierta medida de alivio. Gracias a Dios, ya no me atormenta tanto el dolor como en los episodios más agudos de la enfermedad.

Un día de 1975, mi hijo se topó con un diario que había escrito mamá sobre mi niñez. Descubrí que cuando tenía seis meses, un médico me había sometido a un tratamiento de rayos X para reducir el tamaño del timo. Creo que la radiación que recibí en la infancia pudo ser la culpable de mi estado actual.

Me casé en 1962. Para 1968, durante las primeras etapas de la enfermedad, mi esposo, Lynn, y yo trabajábamos juntos en una panadería de nuestra propiedad. Nos levantábamos a eso de las cuatro de la mañana. Él preparaba la masa, y algunas veces echaba un sueño sobre los sacos de harina mientras horneaba el pan. Una vez que lo cortábamos en rebanadas y lo empaquetábamos, Lynn salía a repartirlo. De vez en cuando nos visitaba en la panadería un vendedor de seguros, y nos hablaba del Reino prometido por Dios.

Nos gustaba lo que oíamos, pero estábamos demasiado ocupados. La ruta de entregas de pan seguía extendiéndose y nos cargamos aún de más trabajo. Para gran alegría nuestra, una panificadora nos compró el negocio. No obstante, como la artritis seguía avanzando, solo podía trabajar tres días a la semana, hasta que finalmente me vi obligada a renunciar.

Conscientes de nuestra necesidad espiritual

Una noche, mi esposo y yo hablábamos de que en la vida debía de haber algo más que comer, dormir y trabajar tan duro. Empezamos a buscar la espiritualidad que nos faltaba. Acudimos a una pequeña iglesia que había en nuestra calle, pero no hallamos el ánimo espiritual que esperábamos. Los parroquianos hablaban casi exclusivamente de los problemas de la localidad.
Una testigo de Jehová iba a casa regularmente y me llevaba las revistas La Atalaya y ¡Despertad! Yo las tomaba y le daba una contribución pensando que le hacía un favor. Luego las ponía en una repisa, donde permanecían varios días sin que nadie las abriera, hasta que uno de nosotros las tiraba a la basura. ¡Qué pena!, pues ahora comprendemos su valor espiritual; sin embargo, en aquel tiempo no dábamos mucha importancia a los asuntos religiosos.La Testigo llevaba cerca de un año trayéndome las revistas y yo seguía con la misma costumbre, hasta que finalmente leí ¡Despertad! del 8 de octubre de 1968 (en español, 8 de abril de 1969), titulada: “¿Será más tarde de lo que usted cree?”. Me agradó lo que leí y, a mi esposo también. Ambos comenzamos a estudiar y a absorber la verdad como esponjas; no nos cansábamos de aprender tantas cosas maravillosas. Nos bautizamos en el año 1969.

Con el paso del tiempo se me fue haciendo difícil levantarme y sentarme, y mucho más caminar. Tenía que doblar las rodillas a la fuerza para poder entrar y salir del auto. Tuve que aprender a vivir con las limitaciones y con un dolor que me hacía llorar con frecuencia; de modo que, me retocaba el maquillaje y nos íbamos a las reuniones o al servicio del campo.
 
Fui de casa en casa a pie mientras me fue posible.
Procuraba salir al servicio del campo una o dos veces por semana, hasta que la rigidez y el dolor de las rodillas y los pies ya no me lo permitieron. A menudo temía caerme y no poder levantarme. Hablar con Jehová me hace bien. Algunas veces lloro profusamente al orar.
Sin embargo, no siempre me ha sido posible recurrir a las lágrimas, ya que un enfermo de artritis reumatoide puede también padecer sequedad ocular. En ocasiones, la sequedad era tal que me costaba trabajo leer; entonces escuchaba las cintas bíblicas. Solía andar con los ojos cerrados porque el parpadeo me los raspaba. Era como si estuviera ciega. A veces tenía que echarme gotas de lágrimas artificiales cada cinco minutos, o peor aún, aplicarme un ungüento sobre los ojos y vendármelos durante cinco o seis días, hasta que se repusieran.


Mostrarse siempre agradecido no es tarea fácil para quien lucha con una enfermedad crónica cuya curación no cabe esperar en este sistema.

En 1978 me tocó recurrir a la silla de ruedas. Fue una decisión difícil de tomar. La había aplazado al máximo, pero ya no tenía alternativa. Sabía que llegaría ese día, si bien abrigaba la esperanza de que el nuevo mundo de Dios llegara antes. Lynn me compró una silla alta de delineante con cinco ruedas en la base, la cual me permite movilizarme por toda la casa.

Para mí, tratar de alcanzar algún objeto es desesperante debido a que no puedo estirar el brazo lo suficiente ni asir bien las cosas por tener los dedos torcidos. Por ello utilizo mi palo “agarrador” para levantar objetos del suelo, abrir la alacena y sacar un plato o tomar algo de la nevera. Conforme aumenta mi destreza en su manejo, puedo encargarme de algunos de los quehaceres de la casa, como cocinar, lavar los platos, planchar y doblar la ropa y fregar el suelo.

Me enorgullece ver que mi habilidad aumenta, y me alegra poder atender aún a algunas de las necesidades del hogar. No obstante, lo que antes hacía en cuestión de minutos, ahora me toma horas.
Predicación por teléfono

Aunque me llevó tiempo, me armé de valor para probar la predicación por teléfono. Creía que era incapaz de hacerlo, pero ahora de veras me encanta, y me ha dado buenos resultados. Para mi sorpresa, descubrí que era como ir de puerta en puerta en el sentido de que puedo hablar con la gente acerca de Jehová y sus propósitos.

Una de las introducciones que utilizo es la siguiente: “¡Hola!, ¿con el señor...? Le habla la señora Maass. Estoy conversando muy brevemente con las personas. ¿Podría hablar con usted si dispone de unos minutos? (Una respuesta típica es: “¿De qué se trata?”.) Es espantoso ver lo que está ocurriendo en el mundo hoy día, ¿no le parece? (Dejo que comente.) Me gustaría darle a conocer un pensamiento bíblico que nos infunde verdadera esperanza para el futuro”. Enseguida leo la oración del Padrenuestro y quizás 2 Pedro 3:13. He encargado a algunas hermanas cristianas o a Lynn que visiten por mí a varias personas interesadas.

A lo largo de los años he tenido muchas conversaciones agradables y he enviado folletos, revistas y libros a quienes han mostrado interés. Algunas personas han empezado a estudiar la Biblia conmigo por teléfono. Una señora con quien hablé dijo que le bastaba con estudiar por su propia cuenta; sin embargo, después de varias conversaciones, accedió a venir a casa a estudiar la Biblia, pues le conté en qué circunstancias me hallaba.

En otra ocasión, un contestador automático me dio un nuevo número de larga distancia. Aunque las llamadas que hago siempre son locales, de todos modos me sentí impulsada a marcar. Contestó una señora y, tras conversar un rato, me dijo que ella y su esposo estaban deseosos de comunicarse con personas que fueran cristianas de verdad. Así que Lynn y yo fuimos a su casa, como a una hora de camino, para darles el estudio.

Todavía me causa mucha felicidad hablar de Jehová y su promesa de unos nuevos cielos y una nueva tierra, donde morará la justicia. Hace poco, una mujer con quien he conversado por varios meses me dijo: “Siempre que hablo con usted, noto que aprendo más”. Sé que el conocimiento que comunico a otros lleva a vida eterna y produce un gozo que incluso un exterior lisiado como el mío deja ver.

Unas veces me es posible rendir más en el servicio que otras, aun cuando quisiera hacer muchísimo más todo el tiempo. Pero sé que Jehová conoce las circunstancias personales y aprecia lo que podemos hacer por poco que parezca. Con frecuencia reflexiono sobre las palabras de Proverbios 27:11: “Sé sabio, hijo mío, y regocija mi corazón, para que pueda responder al que me está desafiando con escarnio”, y mi deseo es figurar entre los que demuestran que Satanás es un mentiroso.

Estar en las reuniones es siempre animador, a pesar de que me cuesta mucho ir a ellas. Jehová nos abastece de tantas cosas maravillosas para nuestra nutrición espiritual, que quiero aprovecharlas todas a plenitud. El que nuestros dos hijos hayan abrazado la verdad es motivo de gran felicidad para nosotros.

Nuestra hija, Terri, se casó con un excelente hermano y tiene cuatro hijos a los que quiero mucho. Nos llena el corazón de alegría ver que también nuestros nietos aman a Jehová. Nuestro hijo, James, y su esposa, Tuesday, optaron por servir a Jehová en Betel de Brooklyn, la sede mundial de los testigos de Jehová en Nueva York.

Un paraíso terrenal por el poder de Jehová

Procuro tener presente la magnífica promesa de Jehová de una Tierra paradisíaca. Incluso ahora hay muchas cosas de la creación que nos brindan placer. Me deleito contemplando una hermosa puesta de sol. Disfruto de la variedad de las flores y de su fragancia. ¡Me encantan las rosas!
 

No puedo salir de casa muy a menudo, pero cuando lo hago, gozo muchísimo de los cálidos rayos del sol. Cierro los ojos e imagino un hermoso lugar en las montañas y a mi familia divirtiéndose en una pradera revestida de flores silvestres.
 Hay un arroyo de suave murmullo y una gran cantidad de sandías dulces y jugosas para todos. Cuando puedo, pinto cuadros con motivos que me ayudan a visualizar el prometido paraíso terrenal, y, mientras lo hago, pienso que estoy allí. Sé que Jehová puede hacer realidad estas imágenes mentales tan preciadas para mí.

Me gusta recordar las palabras de Santiago 1:12, que dice: “Feliz es el hombre que sigue aguantando la prueba, porque al llegar a ser aprobado recibirá la corona de la vida, que Jehová prometió a los que continúan amándolo”.

Pablo asemejó el padecimiento que le aquejaba a ‘un ángel de Satanás que seguía abofeteándolo’. Aunque rogó a Jehová que eliminara la incapacidad que tenía, se le dijo que el poder de Dios se perfeccionaba en su debilidad. De manera que el éxito que obtuvo a pesar de su debilidad fue una prueba del poder de Dios que obró en él. Dijo el apóstol: “Cuando soy débil, entonces soy poderoso”. (2 Corintios 12:7-10.)


Considero que lo poco que puedo hacer ahora a pesar de mis limitaciones, se debe únicamente al poder de Dios que obra en mí.

El apóstol Juan relata un suceso que me conforta mucho. Se trata de un hombre que llevaba treinta y ocho años confinado en una camilla y que solía yacer junto a un estanque, al igual que otros enfermos, deseando intensamente refrescarse en él; sin embargo, no podía llegar al agua, que, en su opinión, lo curaría. Cierto día Jesús lo vio y le preguntó: “¿Quieres ponerte bien de salud?”. Yo habría contestado con lágrimas de alegría. “Jesús le dijo: ‘Levántate, toma tu camilla y anda’.” (Juan 5:2-9.)
 
Somos muchos los que anhelamos oír esa misma orden.

Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! del 22 de Enero de 1997. También puede interesarle el tema ¿Cómo puedo sobrellevar mi enfermedad?