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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Cántico 13: Acción de gracias (Basado en el Salmo 95: 2)

No se inquieten por cosa alguna, sino que en todo, por oración y ruego junto con acción de gracias, dense a conocer sus peticiones a Dios . . .

(Filipenses 4:6)


Gran Soberano, bendito Creador,
digno eres tú de alabanza y canción.


Desde los cielos escuchas la voz
del que te ora con el corazón.


Ante tus ojos mis faltas están,
mas no por eso la espalda me das.
Cristo su sangre por mí derramó;
tú me compraste, soy tu posesión.

¡Oh, qué dichoso me siento al morar
bajo tu sombra de amor y de paz!


Haz que conozca tus sendas, Señor,
líbrame con tu verdad
del error.


Tu fuerte brazo, ¿quién puede doblar?
Con él sostienes al débil mortal.

Tu santo Reino jamás pasará,
tu voluntad en la Tierra se hará.


A todo el mundo le quiero contar
las bendiciones que pronto traerás:


bajo tu Reino no habrá ya dolor,
ni muerte ni llanto ni más clamor.


Todos los males Jesús quitará,
la creación de placer saltará.
Gracias te doy con mi humilde oración
por ser mi Padre, mi Rey y mi Dios.



En el siguiente enlace se puede descargar el archivo en mp3, que es parte de Cantemos a Jehová (coro y orquesta) disco 5, El libro de canticos aqui

Jehová es mi plaza fuerte

Como lo relató Albert Olih

AUNQUE era una calurosa noche de noviembre, una brisa suave me refrescaba y me arrullaba. Pero desperté de súbito y oí una voz áspera que me preguntaba: “¿Qué está haciendo usted aquí?” Un policía que estaba haciendo su ronda de medianoche me había descubierto.

Por supuesto, me asusté. Me puse de pie y lentamente le expliqué cómo llegué a estar durmiendo debajo de un mango cerca del patio de la escuela. En respuesta él dijo: “Está bien, pero si hay algún disturbio por aquí, vendré a buscarlo.” Cuando se fue, volví a echarme y comencé a reflexionar sobre los sucesos que me llevaron a estar en aquel lugar.

Joven, pero interesado en la religión

Todo comenzó en el campamento donde vivía mi hermano. Era el año 1946 y en aquel entonces yo tenía 15 años de edad. Había abandonado mi pueblo que está ubicado a las orillas del río Níger y había ido a vivir con mi hermano en Lagos para continuar mi educación escolar. Otro inquilino, cuyo nombre era Young Umoh, me llamó la atención, porque a menudo le visitaban personas que se llamaban unos a otros “hermano” y “hermana.” Me preguntaba quiénes eran estas personas y fui a la habitación del Sr. Umoh a preguntarle. Pronto estuve embebido en una conversación sumamente interesante.

Cuando me dijo que ellos eran testigos de Jehová, mi interés se hizo más intenso. Un joven y su hermana que asistían a mi escuela se llamaban testigos de Jehová.

Se comportaban tan bien que a menudo me preguntaba qué clase de religión practicaban. Así que estuve aún más ansioso de oír acerca de estas personas.
El Sr. Umoh me preguntó si creía en la Biblia y le contesté que en la escuela yo siempre había sacado buenas notas en lo que tenía que ver con conocimiento religioso. Yo pensaba que conocía la Biblia. Sin embargo, cuando él comenzó a hablarme acerca del reino de Dios y las bendiciones que éste traería a la humanidad, la Biblia llegó a ser para mí como un libro nuevo.

Escuché atentamente mientras me explicaba que la gobernación del reino de Dios transformaría esta Tierra en un paraíso, que se cumpliría la voluntad de Dios en este paraíso y que a los mansos se les daría vida eterna. (Mateo 6:9, 10; Lucas 23:43; Revelación 20:5) El saber estas cosas me hizo muy feliz, y decidí volver al Sr. Umoh para que él me enseñara más.

Es cierto que al principio no acepté todo lo que él me decía. Temía que él fuera uno de los falsos discípulos de los cuales se nos prevenía en la iglesia.
No obstante, aunque discutía con él, tenía un profundo aprecio por muchas de las cosas que él me estaba enseñando de la Biblia.

Entonces un día me dijo que él no creía en la trinidad. Quedé pasmado y quise salir de su habitación. Pero él me dijo: “Tú no me has preguntado por qué no creo en la trinidad.” Así que le pregunté, y la respuesta que él me dio comenzó el proceso que me condujo hacia un completo cambio religioso en mi vida.

Comenzó por preguntarme: “¿Eres tú igual a tu padre en todo, incluso en cuanto a la fecha en que naciste?” Luego, abrió la Biblia y me mostró el texto en que Jesús dijo que él había sido enviado por su Padre y que su Padre es mayor que él. (Juan 14:24, 28)

Dirigiéndose al relato en cuanto al bautismo de Jesús, me mostró lo irrazonable que era creer que Jesús es Dios, en vista de que fue la voz de Dios la que habló desde el cielo dando reconocimiento de que Jesús era Su hijo. (Mateo 3:16, 17)

El Sr. Umoh también indicó que la palabra “trinidad” no aparece en la Biblia. 

Acepté estas explicaciones debido a que la prueba bíblica era válida.

Esa noche me arrodillé para orar pero descubrí que no podía orar. Desde mi tierna edad se me había enseñado a comenzar mi oración con las palabras: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Pero puesto que ahora estaba convencido de que no existe una trinidad, me di cuenta de que no podía comenzar mi oración.

Al día siguiente me sentí muy triste y decidí leer la Biblia, comencé por leer Mateo. Seguí haciendo esto por varios días hasta llegar al final de Revelación. Cuanto más leía, más me daba cuenta de que lo que el Sr. Umoh me estaba enseñando estaba en armonía con la Biblia. ¡Era la verdad!

Volví a visitar a mi amigo, le dije lo que había acontecido y le pedí que me enseñara a orar. El se sentía feliz de que yo hubiera leído las Escrituras Griegas Cristianas y me prestó unos libros y folletos que él dijo me ayudarían. De hecho, estas publicaciones llegarían a tener un efecto profundo en mi vida religiosa futura.

Ayuda de parte de un misionero

A principios de 1947 fui a vivir con un medio hermano mío. Yo tenía 16 años de edad y estaba fuera de la escuela, no tenía dinero para pagar el curso de la escuela secundaria y se me estaba haciendo difícil encontrar empleo.

Una noche, mientras cenábamos, alguien llamó a la puerta, y para sorpresa nuestra, entró en la habitación un hombre blanco. Era raro que una persona blanca visitara los hogares de los africanos, especialmente los hogares de la gente pobre. Se presentó, diciendo: “Me llamo Moreton y soy del Canadá. Soy testigo de Jehová, y les traigo buenas nuevas acerca de un gobierno que gobernará esta Tierra.”

Mi hermano logró sobreponerse a su sorpresa y dijo: “Entre y sírvase un bocado.” Mi hermano quedó completamente sorprendido al ver que el Sr. Moreton tomó del plato un pedazo de ñame, lo mojó en la salsa roja, lo comió y dijo: “Este es un alimento muy bueno que Dios ha provisto para el hombre.” Entonces pasó a explicar su mensaje.

Mi hermano obtuvo tres libros de él y me dio el que se intitula “Sea Dios veraz.” Aunque mi hermano y su esposa no estaban interesados en seguir con un estudio de la Biblia, yo invité al Sr. Moreton a visitarme para que me enseñara.

En el transcurso del tiempo, llegué a saber que nuestro sastre tenía el mismo libro, pero que nadie le estaba ayudando a considerarlo. De modo que después de cada estudio con el Sr. Moreton, yo iba al taller del sastre y consideraba el mismo capítulo con él. Eso me ayudó a adelantar y en poco tiempo sabía cómo utilizar la Biblia para defender la verdad.

Un día le dije al Sr. Moreton que quería ser misionero como él. El se rió y dijo: “Lo serás. Pero tendrás de prepararte para hacer frente a muchas dificultades.” Por medio de la Biblia, me mostró que tendría que enfrentarme a persecución, hasta de parte de parientes allegados. (Mateo 10:34-38) El me dijo: “Sin embargo, Jehová nunca te abandonará si permaneces fiel.” Poco me imaginaba que pronto habría de aprender lo veraz de lo que él me había dicho.

Se pone a prueba mi fe desde el principio

A una hora avanzada de cierta noche del mes de octubre de 1947, mi hermano me despertó y me dirigió un ultimátum: ‘Deja de estudiar con los testigos de Jehová y vuelve a la Iglesia Anglicana, o si no vete de esta casa.’ Lo miré fijamente con asombro. No tenía empleo ni adónde ir. Mi pueblo distaba unos 500 kilómetros. Puesto que mi hermano naturalmente sabía esto, yo me preguntaba adónde él esperaba que yo fuera en medio de la noche. Sin embargo, tomé mi decisión. Rehusé abandonar el servir a Jehová.

Mi hermano se puso furioso y comenzó a golpearme con cualquier cosa que podía encontrar. Su esposa también tomó parte en golpearme. El me echó de la casa y me persiguió por una distancia. Fui a casa de unos parientes allegados que vivían en la ciudad, pero ellos se negaron a darme hospedaje esa noche. Un pariente me dijo: “¿No declaraste que Jehová es tu Padre y que su organización es tu madre? Pues, ¡ve a Jehová y deja que él te dé hospedaje!”

Fue entonces que resolví algo a lo cual me he apegado hasta este día. Confiaría en Jehová como mi plaza fuerte y le serviría, viniera lo que viniera.—Salmo 27:1, 10.

No teniendo adonde ir, fui a un campo cerca de la escuela a la que yo había asistido y me puse a dormir bajo un mango. Fue aquí donde me encontró el policía, después que había pasado varias noches durmiendo allí.

De día iba a los matorrales y recogía leña, la cual vendía para poder comprar alimentos. Unos días después, el Sr. Moreton me encontró. Después de escuchar mi relato, me habló de manera animadora, recordándome lo que él me había dicho acerca de tener que enfrentarme a dificultades si quería servir a Jehová. Me invitó a visitarlo donde él estaba alojado.

Esto abrió el camino para que me asociara con el grupo de misioneros, que se llama la familia de Betel, y para que participara en el trabajo de la casa misional. También disfruté de tomar mis comidas con esa familia. De hecho, me creía parte de la familia y pronto comencé a llamarlos “hermano” y “hermana.”

La predicación de casa en casa

Un día, sin que lo esperara, el hermano Moreton me invitó a participar con él en la obra de predicar de casa en casa.
En la primera casa él consideró brevemente un tema bíblico y luego ofreció un libro como ayuda para el estudio de la Biblia.

Entonces el hermano Moreton me dio su maletín y dijo: “¿Ves a aquel hombre parado en la esquina? Ve y predícale.” Me saltó el corazón. Pero oré en silencio y me dirigí hacia el hombre, repasando en mi mente lo que el hermano había dicho al primer amo de casa, ya que él había hecho una presentación sencilla.

Cité el mismo texto de la Biblia que había usado el hermano y el hombre respondió favorablemente. Se me había iniciado en la obra de predicar y sabía que nada me detendría.

Adelante hacia el bautismo y el servicio de precursor

Había aprendido que ya que había dedicado mi vida a Jehová, debería bautizarme en agua, así como Jesús lo había hecho. Me bauticé en diciembre de 1947, y aquélla fue la primera asamblea de los testigos de Jehová a la cual asistí. Ahora todos los miembros de este grupo de Testigos que aumentaba eran verdaderamente mis hermanos y hermanas espirituales.

Unos meses después me alisté como precursor (un predicador de tiempo completo). Este paso me ofreció muchas oportunidades en la obra de predicar y aceleró el paso al que estaba adquiriendo experiencia en la testificación de casa en casa.

Una de mis primeras conversaciones verdaderamente difíciles surgió cuando me encontré con un pastor de los Adventistas del Séptimo Día. El rápidamente se aferró al tema del sábado y me dio un sermón, en el cual él alegaba que tenía que guardarse el sábado semanal. Se invirtieron los papeles. Resultó que el dueño de la casa me predicó a mí, mientras yo leía los textos que él citaba y escuchaba las explicaciones de él. Le dije que yo sabía muy poco sobre el día de descanso, pero prometí que investigaría acerca del tema y que volvería.

Cuando volví, lo encontré en compañía de algunos de los miembros de su iglesia. El esperaba valerse de la oportunidad para impresionar a su congregación. Al presentarme a ellos, él dijo: “Este es un testigo de Jehová joven al que unos predicadores falsos han descarriado. Me alegra que él escuchara mi enseñanza y haya vuelto para escuchar explicaciones adicionales.” Pedí que se me permitiera hablar primero. Comenzando con el mismísimo texto de la ley mosaica que él había citado, pasé a citar de las Escrituras Griegas Cristianas y a explicar por qué los cristianos no están bajo la obligación de guardar un día de descanso semanal.—Romanos 10:4; Gálatas 4:9-11; Colosenses 2:16, 17.

Al pastor le sorprendió ver cómo había aumentado mi conocimiento y dijo: “Usted ha manejado muy bien las Escrituras. Esto es lo que los miembros de mi iglesia deberían poder hacer. Ellos deberían poder ir de puerta en puerta y defender su fe, así como usted lo ha hecho.” Aquella noche él y los miembros de su iglesia aceptaron 29 libros como ayuda para el estudio de la Biblia.

Jehová es mi plaza fuerte

A fin de atender a ciertos deberes financieros, conseguí empleo en el ferrocarril de Nigeria, y me alojé en casa de otro medio hermano mío. Aquí me enfrenté a otra situación que puso a prueba mi confianza en Jehová.

Había aceptado una asignación en el programa de la asamblea de distrito de los testigos de Jehová que se celebraría en la parte oriental de Nigeria a principios de 1950. Esta sería la primera vez que tendría parte en el programa de asamblea, y por nada del mundo quería perder dicha oportunidad. Así que, en mi lugar de empleo, solicité permiso del jefe de los empleados de mi departamento para ausentarme de mi trabajo cuatro días sin sueldo. Pero él me lo negó. Quedé tan descorazonado que perdí el apetito. Pasé todo un día sin comer y orando a Jehová para que me abriera el camino.

La mañana siguiente, fui directamente al supervisor de nuestro departamento, a pesar de que a los empleados menores se les prohibía abordar directamente a éste. Cuando le dije que yo era testigo de Jehová, él dijo: “Lo debí haber imaginado. Me he dado cuenta de que usted es bien concienzudo en su trabajo, y me recuerda a mi hermano que está en Inglaterra que es el único miembro de nuestra familia que es testigo de Jehová. Nosotros lo consideramos un fanático porque rehusó alistarse en el ejército y pelear en la guerra. Pero él es el único de nuestra familia en quien podemos confiar. Nos complace tener a un testigo de Jehová trabajando con nosotros.”

Pasé a hablarle respecto a mi deseo de asistir a la asamblea y mi solicitud de permiso para ausentarme cuatro días sin sueldo. El dijo: “Por supuesto que usted irá a la asamblea. Pero usted necesita más de cuatro días puesto que tiene que viajar al lugar de asamblea. Le concederé una semana entera. Venga conmigo.” Me condujo al jefe de los empleados y dijo: “Le agradará saber que tenemos a un testigo de Jehová entre nuestros trabajadores. Son personas sumamente sinceras, honradas y trabajadoras. Por lo tanto conceda al Sr. Olih siete días libres con sueldo para que asista a su asamblea.”

Más tarde se me invitó a servir en la oficina de la sucursal de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract ubicada en Lagos. Esta Sociedad constituye el cuerpo incorporado que sirve a los testigos de Jehová. Así, en abril de 1951, llegué a ser miembro de la familia de Betel de Lagos.

Para expresar su desaprobación por esta decisión, mi hermano dijo: “Ahora que has decidido dejar tu trabajo e ir a servir a tu Jehová, si algo te sobreviene en el futuro, no vuelvas a mí, porque yo ciertamente no te ayudaré.” Le aseguré que yo confiaba en que Jehová cuidaría de mí. El ciertamente ha hecho esto durante los 30 años que he estado sirviendo en Betel. Estos han sido años de gran gozo, rebosantes de oportunidades y privilegios.

Fortalece mi fe el considerar mi vida en retrospección y ver cómo Jehová ha sido mi plaza fuerte y cómo de manera progresiva ha provisto para satisfacer mis necesidades. Fue en una de nuestras asambleas en 1953 que conocí a Francisca, una joven hermana togolesa. Después de escribirnos por tres años, nos casamos. Ella ha continuado sirviendo a mi lado y, a pesar de sus problemas de salud, me ha animado mucho. Mi servicio nos ha llevado por todo el país de Nigeria. He tenido el privilegio de hablar a grandes cantidades de concurrentes en nuestras asambleas e instruir a ministros viajantes (superintendentes de circuito y distrito) en escuelas preparadas para entrenarlos.

Recuerdo la primera vez que Francisca y yo viajamos al extranjero. Fue para asistir a la asamblea internacional de Londres en 1969. Consideré que era como una beca para mí, de parte de la organización de Jehová. ¿Cómo pudiera haber viajado a Londres si la organización de Jehová no me hubiera dado la oportunidad? Desde entonces hemos asistido a asambleas en muchos países de Europa, las Américas y África. En 1976 y 1978, ¡cuánto disfrutamos de vivir temporalmente con la familia de Betel de Brooklyn, Nueva York, donde está ubicada la oficina principal de la Sociedad Watch Tower Bible and Tract! Junto con otros miembros de los comités de las sucursales de alrededor del mundo, se me había invitado a asistir a reuniones especiales y a programas de entrenamiento bajo la dirección del Cuerpo Gobernante de los Testigos de Jehová. ¿Qué más pudiera pedir, además de mantenerme fiel a nuestro Dios amoroso, Jehová?

Mi carrera de servicio no siempre ha sido fácil. He tenido dificultades, pruebas y enfermedades, y he experimentado accidentes que me llenaron de temor. Mi fe ha sido probada. Pero también he recibido un caudal de conocimiento cristiano y fuerza espiritual, además de gozos incalculables al servir a Jehová y a mis hermanos.

Esta promesa de Jesús ha probado ser cierta en mi caso: “Nadie ha dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por causa de mí y por causa de las buenas nuevas, que no reciba el céntuplo ahora en este período de tiempo, casas, y hermanos, y hermanas, y madres, e hijos, y campos, con persecuciones, y en el sistema de cosas venidero vida eterna.”
Mis sentimientos son como los del salmista, quien dijo: “Ciertamente diré a Jehová: ‘Tú eres mi refugio y mi plaza fuerte, mi Dios, en quien de veras confiaré.’”—Salmo 91:2; Marcos 10:29, 30.


Experiencia relatada en la revista "La Atalaya" del 01 de Enero de 1982, Si tiene dudas o preguntas sobre algun tema puede consultar la sección: "Información sobre los Testigos de Jehová" en su pagina oficial.

Aguanté casi 30 años de guerra (1a parte)

Según lo relató Nguyen Thi Huong

Era el 18 de septiembre de 1950 en Vietnam. El ejército de ocupación francés lanzó un ataque contra nuestras fuerzas de resistencia, compuestas de unos cien combatientes. Acabábamos de regresar de una batalla y nos habíamos detenido para descansar por unos días en el pueblecito de Hoa Binh.

NACÍ en enero de 1923 y me crié bajo la dominación francesa, la cual se había extendido por casi un siglo. Ahora estábamos listos para sacrificar nuestra vida por la liberación de nuestra madre patria. Nuestra guerra para independizarnos de la dominación francesa comenzó poco después que terminó la II Guerra Mundial en 1945.

Esta guerra no tenía un frente ni un campo de batalla específico, sino que se peleaba por todas partes. Los combatientes se refugiaban en los hogares de los campesinos, donde recibían alimento, amor y atención.

Entonces, aviones de guerra volaron en círculos sobre la aldea donde nos hallábamos y la barrieron con fuego de ametralladora. Los habitantes del pueblo huyeron de sus casas, escapando hacia los arrozales. Otros se lanzaron al río o saltaron dentro de agujeros que los combatientes habían cavado. A medida que los aviones zumbaban y las balas silbaban, se sembró muerte por todas partes.

Cuando los aviones se fueron, lanchas cañoneras francesas comenzaron a circular por los ríos y a disparar hacia las riberas. Suministraban protección al ejército que venía a registrar las casas y a descubrir los escondites de los combatientes, que se hallaban por todas partes. Ráfagas de fuego de artillería que provenían de todas direcciones mataban a los aldeanos, quienes caían en los campos, en los canales, en los jardines; su sangre empapaba la tierra de su madre patria y abonaba los arrozales pisoteados por los ejércitos beligerantes.

Durante la noche, nuestros compañeros de combate cavaban hoyos a lo largo de la ribera. Se escondían en ellos y esperaban. Temprano por la mañana las lanchas enemigas comenzaban a patrullar, abrían fuego contra la ribera e iban acercándose cada vez más a la emboscada.

De repente, ráfagas de fuego de todo tipo de armas derribaban a los soldados franceses en las lanchas. Las armas y municiones de estos eran confiscadas rápidamente. Entonces los combatientes huían de prisa por los jardines y entre las casas para escapar del cañoneo que de seguro seguiría. Nosotros los combatientes siempre huíamos ante nuestros enemigos, pero permanecíamos lo suficientemente cerca como para estar listos para matarlos, pues queríamos expulsarlos de nuestro país.

Una promesa a Dios

Después de seis días de estar jugando al escondite con el enemigo, a nuestro grupo de resistencia se le ordenó dispersarse. Mi esposo, sus dos hermanos y yo discutimos nuestra situación. Puesto que yo tenía cinco meses de embarazo, no podía ir al paso de los combatientes en su larga y peligrosa huida. Por lo tanto, decidimos escondernos por separado al día siguiente, y aquel que sobreviviera se haría cargo de los niños.

Aquella noche fue probablemente la más larga y la más espantosa de mi vida. Al amparo de la oscuridad, los habitantes de Hoa Binh regresaron a sus casas a recoger sus pertenencias, las cuales amontonaron en sus sampanes. Los ruidos de las aves y los cerdos se combinaban con el llanto de los niños. Observé que el convoy de sampanes se alejaba como una gran serpiente. Empujado por las rápidas corrientes, pronto desapareció.

En el silencio amenazador, pensé en mis tres hijos, los cuales se hallaban lejos con sus abuelos. Puse la mano en el vientre y sentí palpitar la vida de la criatura que llevaba en las entrañas. No pude evitar estremecerme. El pensar en que la muerte parecía segura era como sentir un puñal desgarrando mi corazón.

Temprano en la mañana siguiente mi esposo salió y dijo que regresaría. Pero no regresó. El Sol ya había ascendido alto en el cielo, y las balas chocaban contra la pared de ladrillo de la casa donde nos hallábamos. Huimos hacia los arrozales cercanos, pero mis cuñados, por temor de ser capturados, me dejaron muy atrás. Las balas llovían alrededor mío, y temía lo que sería de mí si caía en las brutales manos de los soldados.

Grité: “¡Dios mío, ten piedad de mí!”. “¡Estoy encinta, y he perdido a mi esposo. Muéstrame cómo salir de este infierno!” Mientras oraba, lágrimas de amargura me bajaron por las mejillas. Cuando levanté la vista, noté que a lo lejos había una choza. Pedí en oración: “Oh, Dios mío, dame fuerzas para caminar, porque estoy exhausta”.

Hice un gran esfuerzo y logré llegar a la choza. Mientras estaba sentada en el suelo de la choza, crucé las manos sobre el pecho, incliné la cabeza, y le hice el siguiente juramento a Dios: “Ofrezco mi vida para servirte, oh Dios, si me ayudas a salir de este infierno y a volver a ver a mi esposo y a mis hijos”.

Liberación

Por la tarde, a medida que los disparos se hacían cada vez más regulares, hubo otras personas que se refugiaron en la choza. Ahora éramos siete. A lo lejos podíamos ver el humo que ascendía de las casas incendiadas. Los franceses estaban a poca distancia de nosotros.

Al atardecer, a medida que las bombas de los cañones caían cada vez más cerca y el fuego de ametralladora se hacía más intenso, los que se hallaban en la choza huyeron hacia los arrozales y se dispersaron en todas direcciones. Pero ¿qué vi entonces? A una persona que corría en dirección de la choza. A pesar de la lluvia de balas, me quedé allí parada tratando de identificar la silueta. ¡Era mi esposo! “¿Cómo puedo darte las gracias, Dios mío?”

Cuando mi esposo llegó donde yo estaba, le pregunté: “¿Por qué me abandonaste?”. Me respondió que había hallado a un hombre gravemente herido y había tenido que buscar un lugar donde esconderlo y cuidarlo. Oíamos el silbido de las balas chocando a nuestro alrededor, pero como estaba oscureciendo rápidamente, sabíamos que los franceses pronto cesarían su ataque.

La Luna alumbró nuestro camino mientras huíamos a través de los arrozales llenos de agua y lodo. A eso de las dos de la madrugada, llegamos al pueblo y vimos que habían saqueado y quemado las casas. Dos meses después de aquella serie de ataques, leímos en un informe: ‘De las más de cien mujeres y niñas que los franceses capturaron y retuvieron en sus lanchas cañoneras, más de veinte quedaron encinta’.

Dos años después los franceses mataron a mi esposo. Nuestra pequeña hija tenía en aquel entonces 20 meses de edad. Después de la muerte de mi esposo, me fui de Binh Phuoc, nuestro pueblo natal, y me establecí en la ciudad cercana de Vinhlong. Busqué trabajo para mantener a mis cuatro hijos, que estaban de nuevo conmigo; el mayor tenía nueve años de edad. Trabajé como maestra de escuela primaria. Poco después, en mayo de 1954, Vietnam logró independizarse de Francia.

No me olvidé

Siempre recordaba la deuda que tenía con Dios, y empecé a buscarlo. De niña tenía la costumbre de ir a una pagoda cerca de nuestro hogar. A mi hermana menor y a mí nos divertía mirar la gran panza de la imagen del Buda que se hallaba sentado allí. Se reía con la boca abierta de par en par. Muchas veces metí el dedo en la boca de la imagen y lo saqué justo a tiempo para oír a mi hermana decir: “¡Muerde!”.

Ahora regresé a aquella pagoda como criatura sufrida que tenía una deuda con Dios. Esperaba hallar algo más alto, más poderoso y más sagrado; algo que tal vez hubiera pasado por alto durante mi juventud. Allí los creyentes se inclinaban ante la imagen de Buda, y sacerdotes y sacerdotisas recitaban oraciones incomprensibles en tono monótono.

Me sentía completamente frustrada. Pero regresé para hablar con una sacerdotisa, quien me habló acerca del budismo y de la vida de restricción que se lleva en la pagoda. No me sentí animada. Me dio a leer unos libros que tenían cierto matiz hindú que no entendí en absoluto.

El catolicismo, que los misioneros franceses introdujeron en Vietnam en el siglo XVII, era otra religión prominente en el país. Pero no me atraía en absoluto. El comportamiento repulsivo de los representantes de la iglesia, el que se inmiscuyeran en la política y su búsqueda de poder y riquezas me hicieron alejarme.

Durante las noches de desvelo, pedía a Dios que me mostrara el camino que debía seguir para conocerlo. Recordé las enseñanzas de mis padres sobre el Creador. Ellos tenían un altar en el patio frente a la casa como muestra del respeto y el temor que le tenían. Consistía en un poste sobre el que había un pedazo de madera que era lo suficientemente grande como para poner sobre él un tarro de arroz, uno de sal y un tazón para quemar incienso todas las tardes y todas las mañanas. Cada vez que tenían buen alimento, se lo ofrecían a él y le oraban para que lo aceptara.

Llamábamos Troi al Creador, que significa “el Más Poderoso”. Para amonestar a los niños desobedientes, la gente acostumbraba decirles, “Troi te va a matar”. No había ningún documento acerca del Creador, pero nosotros le temíamos y continuábamos haciendo el bien.

Le orábamos por ayuda en tiempos de dificultad y le dábamos las gracias después de recibir ayuda. ¡De seguro, el Dios que yo buscaba debería ser el Creador! Pero ¿cómo podría hallarlo? ¿Cómo? ¿Cómo? Esta pregunta me obsesionaba. ¡Oh, me sentía tan culpable por no haber podido hallar al Dios verdadero para servirle y pagar mi deuda!

La guerra civil


Después que Vietnam se independizó de Francia, otra vez fue dividido nuestro país. Esto dio a las superpotencias otra oportunidad de intervenir de nuevo, y así comenzó una guerra entre el norte y el sur del país que duró unos 20 años, hasta abril de 1975. Con los adelantos en la tecnología respecto a la capacidad para guerrear de las superpotencias que intervenían, la destrucción fue más allá de toda comprensión humana.

Casi todos los días morían miles de soldados y civiles... en los arrozales, mientras trabajaban, en el mercado, en la escuela, mientras dormían. En los escondites, los niños estaban condenados a morir de inanición en los brazos de su madre. Murieron unos dos millones de combatientes vietnamitas, al igual que una cantidad innumerable de civiles. Si los cuerpos se hubieran amontonado, habrían alcanzado las cumbres de las montañas. Otros millones fueron heridos y mutilados. Unos diez millones de sudvietnamitas, o aproximadamente la mitad de la población, llegaron a ser refugiados debido a la guerra.

Mis hijos crecieron y fueron obligados a prestar servicio militar para guerrear contra sus hermanos del norte. Durante las noches de desvelo, cuando se podía escuchar el eco del rugir de los cañones tan lejos como en la ciudad, mi corazón se afligía y yo oraba por la paz de mi país y por la protección de mis hijos.

En 1974, cuando la guerra se acercaba a su fin, uno de mis hijos y unos cien compañeros de tropa fueron rodeados y obligados a vivir bajo tierra por tres meses. Solo cinco de ellos sobrevivieron, incluyendo a mi hijo. Después de servir durante cinco años como combatientes, mis tres hijos regresaron vivos y en buenas condiciones. Mi hija también sobrevivió a los combates. Cuando la guerra terminó, los comunistas del norte habían obtenido una victoria total sobre el sur.

Bajo un régimen comunista

Entonces vino la venganza de los comunistas en contra de los que sirvieron al gobierno del sur. Estos, de acuerdo con los comunistas, eran responsables por los casi 20 años de guerra entre el norte y el sur. Un millón de personas fueron puestas en prisiones.

Estas prisiones fueron construidas en los bosques por los mismos prisioneros, a quienes se sometía a los tratos más crueles. Muchos murieron por falta de alimento y medicamentos, y especialmente por el trabajo excesivo. Se les daba solo una pequeña ración de arroz a la semana, con un pedacito de carne. Y el trabajo que se les asignaba era más del que podían efectuar.

Si no habían completado el trabajo que se les asignaba, los prisioneros tenían que quedarse hasta que lo terminaran. A veces sus áreas de trabajo estaban a unos ocho kilómetros (5 millas) del campamento. De modo que era muy tarde cuando regresaban. Dormían solo por unas cuantas horas y luego tenían que volver a trabajar el día siguiente. A medida que pasaba el tiempo, la salud de ellos empeoraba y muchos morían. Muchos otros se suicidaron. Mis hijos experimentaron las mismas penalidades.

Puesto que el gobierno comunista no podía satisfacer las necesidades de un millón de prisioneros, so pretexto de humanitarismo, se permitió que los parientes visitaran a los prisioneros una vez al mes y que les llevaran alimento.

Nosotros, los padres, las esposas, y los hijos de los prisioneros, hacíamos lo que el gobierno comunista esperaba que hiciéramos, darle las gracias por permitir que alimentáramos a nuestros parientes encarcelados y así prolongarles la vida. Con un millón de hombres en prisión, unos cinco millones de personas fueron afectadas directamente.

Renuncié a mi trabajo para cuidar de mis hijos, y mi hija me ayudaba. A los muchachos se les transfería constantemente de un campamento a otro... cada vez más lejos. De manera que por todo medio de transportación —a pie, en automóvil, en sampán— todos los meses yo llevaba al campamento unos 15 kilogramos (33 libras) de comida seca. Muchas veces tuve que caminar por el lodo o por carreteras resbalosas para llevar el alimento.

Cuando llegaba al campamento, podía ver a mis hijos por tan solo dos horas. No hablábamos mucho. Apenas podíamos hablar debido a la aflicción que nos embargaba. Teníamos que contener las lágrimas. La mala apariencia física de ellos reflejaba las penalidades que estaban sufriendo. A pesar de nuestros esfuerzos, siempre estaban hambrientos, pues compartían su alimento con aquellos cuyos parientes habían muerto, habían huido del país o eran demasiado pobres para traerles algo de comer.

Por más de 30 meses llevé alimento a mis hijos, y muchas otras personas hicieron lo mismo por los suyos. Nos parecíamos a una gran muchedumbre de mendigos con ropa sucia, grandes cestas en las manos y sombreros grandes hechos de hojas de palma que casi nos cubrían la cara.

Bajo el calor y la lluvia, esperábamos en estaciones de autobús y paradas de botes. Vendí todas mis posesiones, incluso nuestra propiedad, para poder comprar alimento. En la pobreza extrema, clamé a Dios para que salvara a mis hijos de aquel infierno. Finalmente, después de casi tres años, fueron puestos en libertad.


Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! del 22 de octubre de 1985, publicada por los Testigos de Jehová. Pueden descargarse mas temas del sitio oficial.
Sólo conozco dos tipos de personas razonables: las que aman a Dios de todo corazón porque le conocen, y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen.

(Blaise Pascal)

El Dios que hizo el mundo y todas las cosas
que hay en él, siendo Señor del cielo y de la tierra, no mora en templos hechos de manos, ni es atendido por manos humanas como si necesitara algo, porque él mismo da a toda persona vida y aliento y todas las cosas. para que busquen a Dios, por si buscaban a tientas, aunque, de hecho, no está muy lejos de cada uno de nosotros. Porque por él tenemos vida y nos movemos y existimos. . .

(Hechos 17:24-28)