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sábado, 28 de diciembre de 2013

Con la ayuda de Jehová, logramos sobrevivir bajo gobiernos totalitarios (Parte 1/2)

Experiencia relatada por Henryk Dornik

NACÍ en el año 1926. Mis padres vivían en Ruda Ślaska, comunidad minera cercana a Katowice, en el sur de Polonia. Tenían cuatro hijos: el mayor era Bernard, luego seguía yo y al final mis dos hermanas menores, Róża y Edyta. Como papá y mamá eran católicos devotos, nos enseñaron a rezar, a ir a misa y a confesarnos y hacer penitencia.

La verdad bíblica llega a nuestro hogar

Cierto día de enero de 1937, papá regresó a casa rebosante de alegría. Traía un libro grande y grueso que le habían dado los testigos de Jehová. Dirigiéndose a nosotros, exclamó: “¡Niños, miren lo que traigo! ¡La Santa Biblia!”. A mis 10 años de edad, era la primera vez que veía una Biblia.
Los habitantes de Ruda Ślaska y sus alrededores llevaban muchos años viviendo bajo el dominio de la Iglesia Católica. Los curas estaban en muy buenos términos con los dueños de las minas y exigían obediencia absoluta de los mineros y sus familias. Si algún trabajador se negaba a ir a misa o a confesarse, se le tachaba de hereje y era despedido de la mina.

Mi padre pronto se vio ante tal amenaza, pues había empezado a reunirse con los testigos de Jehová. No tardamos en recibir la visita de un sacerdote; pero papá se enfrentó a él y puso al descubierto su hipocresía frente a todos nosotros. El sacerdote, humillado, prefirió no buscarse más problemas, y papá pudo conservar su empleo.

Yo quería conocer mejor la Biblia, y después de presenciar esa confrontación, aumentó mi deseo de hacerlo. Poco a poco creció mi amor por Jehová y llegué a tener una relación estrecha con él. Unos meses después de aquella conversación con el cura, asistimos a la Conmemoración de la muerte de Cristo. Allí presentaron a mi padre ante un grupo de unos treinta asistentes con las siguientes palabras: “He aquí un Jonadab”. Después aprendí que así se llamaba a los cristianos que tenían la esperanza de vivir en la Tierra y que su número aumentaría con el tiempo (2 Reyes 10:15-17).

“¿Entiendes el significado del bautismo, jovencito?”


Una vez que papá aceptó la verdad, dejó la bebida y se convirtió en un buen esposo y padre. Aun así, mamá no compartía sus nuevas creencias. Solía decir que lo prefería católico aunque volviera a ser como antes. Sin embargo, al iniciar la segunda guerra mundial, ella empezó a notar que los mismos sacerdotes que antes pedían por la victoria de Polonia sobre los invasores alemanes, ahora agradecían en oración las victorias de Hitler. Finalmente, en 1941, decidió servir a Jehová con nosotros.

Tiempo antes, yo les había comentado a los ancianos de la congregación que deseaba bautizarme, pero les pareció que aún era muy chico y me pidieron que esperara un poco. Más adelante, el 10 de diciembre de 1940, me reuní en un pequeño apartamento con el fiel hermano Konrad Grabowy, quien más tarde murió en un campo de concentración.

Me hizo cinco preguntas y quedó satisfecho con mis respuestas, de modo que allí mismo me bautizó. Una de las preguntas que me hizo fue: “¿Entiendes el significado del bautismo, jovencito?”. Otra pregunta fue: “¿Entiendes que debido a la guerra tendrás que escoger entre ser fiel a Hitler o a Jehová, y que tu decisión puede costarte la vida?”. Sin dudarlo, respondí: “Sí, lo entiendo”.

Comienza la persecución

¿Por qué me hizo esas preguntas tan específicas el hermano Grabowy? Pues bien, el ejército alemán había invadido Polonia en 1939, y nuestra fe e integridad estaban siendo puestas a prueba. A diario oíamos de hermanas y hermanos que eran arrestados, deportados y enviados a prisiones y campos de concentración. La tensión crecía día a día. Sabíamos que no tardaría en llegar nuestro turno.

Los nazis buscaban convertir a los más jóvenes en fervientes defensores del Tercer Reich, y mis hermanos y yo no fuimos la excepción. En repetidas ocasiones, mis padres se habían negado a anotarse en la Volkslist (una lista de quienes tenían la nacionalidad alemana o querían obtenerla), así que se les retiró la custodia sobre nosotros. Papá fue enviado al campo de concentración de Auschwitz.

En febrero de 1944, a mi hermano y a mí nos mandaron a un reformatorio de Grodków (Grottkau), cerca de Nysa. Y a mis hermanas las recluyeron en un convento católico de Czarnowasy (Klosterbrück), no lejos de Opole. Querían presionarnos para que renunciáramos a las “ideas engañosas” de nuestros padres, como las llamaban las autoridades. Mamá se quedó sola en casa.

En el patio del reformatorio se izaba la bandera nazi todas las mañanas y se nos ordenaba que la saludáramos con el brazo derecho extendido y que dijéramos “Heil Hitler”. Era una difícil prueba de fe, pero Bernard y yo nos negamos rotundamente a violar nuestros principios. Así que recibíamos palizas por lo que ellos consideraban conducta irrespetuosa.

Los guardias de las SS intentaron quebrantar nuestra moral por otros medios, pero no lo lograron. Entonces nos dieron una última advertencia: “O firman su declaración de lealtad al Estado alemán y se unen a la Wehrmacht [las fuerzas armadas], o los enviamos a un campo de concentración”.

En agosto de 1944, las autoridades recomendaron que se nos transfiriera a un campo de concentración. En su informe declararon: “Es imposible convencerlos de nada. Parecen disfrutar con el martirio. Su rebeldía constituye una amenaza para el entero reformatorio”.

Claro que yo no disfrutaba con el martirio; no obstante, me producía gran gozo saber que mis sufrimientos —todo el maltrato que estaba aguantando con valor y dignidad— se debían a que quería ser leal a Jehová (Hechos 5:41). De ningún modo hubiera podido aguantar por mí mismo los sufrimientos que estaban por venir. Orar fervientemente fue lo que me sostuvo, pues me hizo sentir muy cerca de Jehová. ¡Él fue la ayuda que tanto necesitaba! (Hebreos 13:6.)

Relato aparecido en la revista "La Atalaya" con fecha 01 de Septiembre del 2007. Puede descargar y leer mas experiencias fortalecedoras en el "Anuario de los Testigos de Jehová 2013"