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martes, 14 de enero de 2014

Tres horas que cambiaron por completo mi vida (Primera parte)

Según lo relató James Dyson.

TENÍA diez años cuando recibí un fusil de aire comprimido como regalo de Navidad. Empecé disparando contra botellas y latas, pero pronto pasé a un juego más emocionante: pájaros, serpientes, cualquier cosa que se moviera. Hacía una muesca en el mango de mi fusil por cada pájaro que mataba. En poco tiempo, había hecho dieciocho muescas en el mango del fusil que proclamaban mi habilidad como cazador.

No obstante, un acontecimiento inesperado dio al traste con mi afición. Me encontraba un día en el patio trasero de mi casa cazando pájaros cuando vi un gorrión sobre nuestro chopo americano. Apunté bien y apreté lentamente el gatillo. Le di de lleno. Ese era el número diecinueve.

El pájaro cayó al suelo. Caminé hacia donde había caído, lo miré y le vi las plumas manchadas de sangre. Se movía y parecía como si me mirase y me dijese: “¿Quién te dio derecho a quitarme la vida?”.


Mientras se moría, iba bajando poco a poco la cabeza hasta apoyarla en el suelo. Se me partió el corazón y empecé a llorar. Corrí hacia mi madre y le conté lo que había sucedido y lo que estaba seguro que me había dicho el pájaro moribundo.

Jamás volví a disparar contra otro pájaro ni a hacer otra muesca en mi fusil. Todavía hoy puedo ver aquella pequeña bolita de plumas cubierta de sangre. El duradero impacto de aquella experiencia de la infancia hizo que me diera cuenta de lo mucho que vale la vida, sea la de un gorrión o la de una persona.
Durante los primeros años de mi vida, se me infundieron además otros valores: honradez, respeto por los mayores, un sentido moral y devoción a la verdad. Nací en Memphis (Tennessee, E.U.A.), pero me crié en un barrio periférico de Chicago (Illinois) llamado Robbins.

Aunque en aquel tiempo solía ir a la iglesia, el conjunto de valores que me dieron como niño practicante de mi religión se desvaneció con los años.

Aquellos valores no los vi reflejados ni en los miembros de la congregación ni en los diáconos ni en los pastores; al contrario, lo que vi fue hipocresía.
También me di cuenta de que la sociedad en general descartaba tales valores por considerarlos poco prácticos y los pasaba por alto. Sin embargo, la lección sobre el inapreciable valor de la vida que aprendí con la muerte del pajarillo nunca se desvaneció.

Para cuando fui al instituto ya había dejado de asistir a la iglesia, lo que había causado gran dolor a mis padres. Mi conciencia se embotó, pero recuerdo bien que cuando empecé a decir palabrotas —todos los demás lo hacían— me remordió la conciencia.

Mis compañías eran cada vez peores y, como consecuencia, me dejé arrastrar hacia las drogas y la conducta inmoral. La Biblia decía que eso era lo que sucedería, y yo cumplí su predicción: “No se extravíen. Las malas compañías echan a perder los hábitos útiles”. (1 Corintios 15:33.)
De todas formas, había en mí un sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal que ejercía ciertas restricciones en mi conducta. Por ejemplo, en el tercer curso de enseñanza secundaria tenía dos amigos con los que salía, jugábamos en el mismo equipo de baloncesto y hacíamos todo juntos, hasta una noche en concreto que tropezamos con una joven.

Mis dos amigos decidieron violarla. Ella les suplicó que no lo hicieran, y cuando procedieron a violarla, se puso histérica y gritaba que prefería que la matasen.

A pesar de su fuerte resistencia, la violaron. Entonces querían que yo también participase en aquel atropello. Para mí había sido un acto desagradable y repugnante, así que rehusé participar en aquella cobarde violación. Se enfadaron mucho conmigo y terminaron insultándome de mala manera. Nuestra amistad terminó aquella noche.

Años más tarde me di cuenta de que lo que me había ocurrido era otro ejemplo de lo que la Biblia dijo que pasaría: “Porque no continúan corriendo con ellos en este derrotero al mismo bajo sumidero de disolución, ellos están perplejos y siguen hablando injuriosamente de ustedes”. (1 Pedro 4:4.)
Durante el último curso de enseñanza secundaria, en el año 1965, la guerra de Vietnam estaba en pleno auge, y me encontré con el dilema de qué hacer después de graduarme. No quería que me reclutaran y me obligaran a matar.

Todavía estaba muy en contra de matar, fuese a gorriones o a personas. Me podía haber librado de una manera muy sencilla: aceptando una beca deportiva para jugar al baloncesto en el equipo de una universidad, pero en lugar de eso me alisté en la aviación, un cuerpo de las fuerzas armadas en el que no tendría que luchar en la jungla y matar.

Recibí la asignación de servir en una unidad MAC (Comando de Transporte Aéreo Militar) como mecánico de aviones durante mis cuatro años de servicio.

Tras la instrucción elemental, en enero de 1968 me enviaron a la base aérea CCK ubicada en Taiwan. La mayoría de mis compañeros de escuadrón habían recibido asignaciones que les llevaron a Vietnam, Tailandia, Japón y Filipinas.

Podían conseguir todo lo que quisieran, incluso drogas duras como la heroína y la cocaína. Yo había empezado a tomar drogas cuando iba al instituto, y ahora empecé a venderlas. Ocho meses después se destinó a todo nuestro escuadrón a Okinawa (Japón), que para entonces se encontraba bajo la administración de Estados Unidos. Nuestro negocio de drogas floreció.

El comandante de mi escuadrón me invitó a ir a Vietnam para verlo con mis propios ojos. El dinero y la emoción hicieron que aprovechase aquella oportunidad sin dudarlo. Vietnam era un país hermoso, con lujuriante vegetación y playas de arena blanca. Los vietnamitas eran gente verdaderamente amable y hospitalaria.
Con solo llamar a su puerta, te invitaban a entrar y te daban de comer. Muchas veces me preguntaba: “¿Por qué se pelea esta guerra? ¿Por qué se mata a estas personas como si fuesen animales?”. En Saigón presencié mucho crimen.

¡Cuántas actividades sucias, cuánta corrupción y cuánta violencia cruel! La vida carecía de valor. Empecé a tener dudas serias sobre la capacidad y el deseo del hombre de que alguna vez vivamos todos en paz y felicidad.
Después de licenciarme de las fuerzas aéreas a finales de julio de 1970, regresé a Robbins (Illinois), de donde procedía. Encontré un empleo y traté de establecerme, pero las cosas eran diferentes. La gente y los lugares habían cambiado, yo también. Ya no me sentía en casa.

Mis pensamientos se centraban en el Lejano Oriente, en recuerdos que se habían grabado indeleblemente en mi memoria. Me sobrecogía un deseo irresistible de regresar a Oriente. Ocho meses después de haberme licenciado, compré un billete de avión de ida para Okinawa (Japón).

Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! del 22 de Julio de 1990 publicada por los testigos de Jehová, puede leer más relatos en el "Anuario de los testigos de Jehová 2014"