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jueves, 9 de enero de 2014

¡Logré mi libertad en prisión! (Segunda y Última Parte)


Una campaña de predicación de celda en celda

El proselitismo estaba prohibido en el penal. Pero yo estaba autorizado a pasar por las celdas distribuyendo la comida. Sentía el impulso de compartir con otros esa sensación de libertad que yo experimentaba. (Juan 8:32.) De modo que, o bien al barrer o al distribuir las comidas, metía revistas por debajo de las pesadas puertas metálicas. Hasta llevaba un registro de cada celda para saber qué número de las revistas había dejado. Mis días amables habían comenzado.

De aquel penal pasé a varios más, y fui conducido a uno en París. Allí me retuvieron durante una corta temporada bajo observación, con el objeto de determinar mi grado de peligrosidad. Como me esperaba un nuevo destino, solicité el penal de Eysses, al sudoeste de Francia. Había oído decir que allí se hallaban unos Testigos.

En efecto, había un hermano; sin embargo, en los tres años que estuve en aquel penal, nunca pudimos coincidir. Él estaba en una zona a la que yo no tenía acceso. De modo que organicé mi actividad como pude. Empecé a distribuir revistas en la prisión y di comienzo a varios estudios bíblicos. Hasta pude conducir un estudio de La Atalaya cada domingo con dos de los reclusos. Con el tiempo, inicié tres estudios bíblicos: uno con un francés, otro con un español y un tercero con un marroquí.

Pruebas de neutralidad en la prisión
En cualquier prisión, el espíritu solidario es parte de la ética del recluso.
Hay momentos en que los antecedentes, raza o nacionalidad desaparecen y cada recluso se ve atado al mismo “cordón umbilical”, unido a una “placenta” común: la cárcel. Es como si por el “rito de iniciación” del delito, uno fuese investido miembro de la “orden del recluso”.

Esta comunión de intereses obligaba a participar en amotinamientos
—incendiar la celda, agresiones y huelgas— siempre que la “voluntad popular” del recluso lo decidiera. Pero yo había roto con “la orden”. Tenía que permanecer neutral y no envolverme en las acciones de los otros reclusos.

Sufrí algunas represalias por mi neutralidad.
En tres ocasiones me golpearon, una vez vaciaron un cubo de agua sobre mi cama, recibí amenazas de muerte. Pero estaba extrañado: ¡eso era lo mínimo que podía ocurrir! Otros habían sido apuñalados o habían recibido fuertes palizas por negarse a tomar parte en sublevaciones comunes. ¿Cómo es que a mí no me había pasado prácticamente nada? Con el tiempo supe que había tenido un protector. ¿Cómo así?

En el traslado de París a la prisión de Eysses, yo había dado testimonio a un preso que iba de conducción conmigo. Él era un recluso de gran influencia, un mafioso. Empezamos un estudio bíblico. El mensaje del Reino lo había impresionado, pero no como para cambiar su vida; de modo que, más tarde, descontinuó el estudio. Sin embargo, ¡él se hizo mi protector! Cuando los presos decidían alguna manifestación, intervenía en mi defensa, advirtiéndoles que me dejaran tranquilo. Pero luego, fue trasladado a otro penal.

Por aquellos días se planeaba un nuevo amotinamiento. Se proponían incendiar el penal. En esta ocasión, pedí ser encerrado en una celda de aislamiento para evitar posibles represalias. Llevaba nueve días incomunicado cuando, al décimo, se desató un alboroto general que culminó en un incendio. El destrozo fue total, y tuvieron que intervenir fuerzas especiales de seguridad. Afortunadamente, no sufrí ningún daño físico.

Lo más sobresaliente para mí es que pude, pese a todo, organizar campañas de predicación en la prisión. Para poder repartir unos tratados que yo mismo había mecanografiado, hablé con los reclusos responsables de cada patio con el fin de que ellos los distribuyeran en sus respectivas zonas, a las que yo no tenía acceso.

Bautismo y libertad definitiva

Los hermanos de la congregación francesa local me visitaban regularmente. En su momento, les manifesté mi deseo de bautizarme. Pero, ¿cómo lo haríamos? En la prisión no había posibilidades. ¿Me dejarían salir para algo así? La idea parecía quimérica. Se iba a celebrar una asamblea de circuito en Rodez, una ciudad que quedaba cerca del penal. Me armé de valor y pedí permiso para asistir.

Contra todo pronóstico, me concedieron un permiso de tres días, e iría acompañado únicamente por los hermanos de la congregación local. Algunos funcionarios de la prisión se opusieron a esta decisión. Estaban convencidos de que si me dejaban salir, no regresaría. Pero el permiso ya era oficial.

El 18 de mayo de 1975 simbolicé mi dedicación a Dios por bautismo en agua. ¡Ahora sí estaba verdaderamente libre! Naturalmente, aunque para el asombro de los que se habían opuesto a dejarme salir, regresé al penal. Después de aquello, me otorgaron otros dos permisos de hasta seis días cada uno. Los aproveché para predicar y reunirme con los hermanos. ¡Qué sensación de verdadera libertad!

En enero de 1976, gracias a una reducción de tres años de condena por buena conducta, salí definitivamente en libertad. Por fin crucé la frontera franco-española. Atrás habían quedado cinco años muy intensos de mi vida. Al llegar a Barcelona, inmediatamente me puse en contacto con una congregación de testigos de Jehová. ¡Cómo ansiaba disfrutar de condiciones de vida más normales!

La verdadera manera de reformarse


Hoy estoy casado. Tenemos dos hijos y una hija, y disfruto de algo que no había podido saborear en mi niñez: una vida de familia unida y feliz. Reconozco que Jehová ha sido misericordioso conmigo en gran manera. Cuando leo en el Salmo 103, versículos 8 al 14, que Él ‘no ha traído sobre nosotros, conforme a nuestros pecados, lo que merecemos, porque su bondad amorosa es superior’, comprendo que solo un Dios de amor puede restaurar este deteriorado sistema de cosas.

Por mi experiencia, he descubierto que las cárceles no tienen, ni podrán tener jamás, el poder de reformar. Ese poder procede de una fuerza y motivación interior que actúa sobre la mente. (Efesios 4:23.) Son muchos los que en prisión se envilecen aún más y, cuando la abandonan, salen con daños morales y emocionales casi irreversibles.

Pero, felizmente, en mi caso aquellos infranqueables muros de prisión se habían desmoronado mucho antes de mi puesta en libertad. Porque no hay nada que pueda fijar límites, sujetar o encerrar la verdad de la Palabra de Dios. Lo sé, porque ¡yo logré mi libertad en prisión!

Narrado por Enrique Barber González.

Experiencia relatada en la revista "¡Despertad! del 22 de Septiembre de 1987, publicada por los Testigos de Jehová. Lea la siguiente noticia relacionada: "Armenia libera a todos los testigos de Jehová que quedaban en prisión"