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miércoles, 13 de noviembre de 2013

Aguanté casi 30 años de guerra (2a Parte)


Según lo relató Nguyen Thi Huong

La guerra civil


Después que Vietnam se independizó de Francia, otra vez fue dividido nuestro país. Esto dio a las superpotencias otra oportunidad de intervenir de nuevo, y así comenzó una guerra entre el norte y el sur del país que duró unos 20 años, hasta abril de 1975. Con los adelantos en la tecnología respecto a la capacidad para guerrear de las superpotencias que intervenían, la destrucción fue más allá de toda comprensión humana.

Casi todos los días morían miles de soldados y civiles... en los arrozales, mientras trabajaban, en el mercado, en la escuela, mientras dormían. En los escondites, los niños estaban condenados a morir de inanición en los brazos de su madre. Murieron unos dos millones de combatientes vietnamitas, al igual que una cantidad innumerable de civiles. Si los cuerpos se hubieran amontonado, habrían alcanzado las cumbres de las montañas. Otros millones fueron heridos y mutilados. Unos diez millones de sudvietnamitas, o aproximadamente la mitad de la población, llegaron a ser refugiados debido a la guerra.

Mis hijos crecieron y fueron obligados a prestar servicio militar para guerrear contra sus hermanos del norte. Durante las noches de desvelo, cuando se podía escuchar el eco del rugir de los cañones tan lejos como en la ciudad, mi corazón se afligía y yo oraba por la paz de mi país y por la protección de mis hijos.

En 1974, cuando la guerra se acercaba a su fin, uno de mis hijos y unos cien compañeros de tropa fueron rodeados y obligados a vivir bajo tierra por tres meses. Solo cinco de ellos sobrevivieron, incluyendo a mi hijo. Después de servir durante cinco años como combatientes, mis tres hijos regresaron vivos y en buenas condiciones. Mi hija también sobrevivió a los combates. Cuando la guerra terminó, los comunistas del norte habían obtenido una victoria total sobre el sur.

Bajo un régimen comunista

Entonces vino la venganza de los comunistas en contra de los que sirvieron al gobierno del sur. Estos, de acuerdo con los comunistas, eran responsables por los casi 20 años de guerra entre el norte y el sur. Un millón de personas fueron puestas en prisiones.

Estas prisiones fueron construidas en los bosques por los mismos prisioneros, a quienes se sometía a los tratos más crueles. Muchos murieron por falta de alimento y medicamentos, y especialmente por el trabajo excesivo. Se les daba solo una pequeña ración de arroz a la semana, con un pedacito de carne. Y el trabajo que se les asignaba era más del que podían efectuar.

Si no habían completado el trabajo que se les asignaba, los prisioneros tenían que quedarse hasta que lo terminaran. A veces sus áreas de trabajo estaban a unos ocho kilómetros (5 millas) del campamento. De modo que era muy tarde cuando regresaban. Dormían solo por unas cuantas horas y luego tenían que volver a trabajar el día siguiente. A medida que pasaba el tiempo, la salud de ellos empeoraba y muchos morían. Muchos otros se suicidaron. Mis hijos experimentaron las mismas penalidades.

Puesto que el gobierno comunista no podía satisfacer las necesidades de un millón de prisioneros, so pretexto de humanitarismo, se permitió que los parientes visitaran a los prisioneros una vez al mes y que les llevaran alimento.

Nosotros, los padres, las esposas, y los hijos de los prisioneros, hacíamos lo que el gobierno comunista esperaba que hiciéramos, darle las gracias por permitir que alimentáramos a nuestros parientes encarcelados y así prolongarles la vida. Con un millón de hombres en prisión, unos cinco millones de personas fueron afectadas directamente.

Renuncié a mi trabajo para cuidar de mis hijos, y mi hija me ayudaba. A los muchachos se les transfería constantemente de un campamento a otro... cada vez más lejos. De manera que por todo medio de transportación —a pie, en automóvil, en sampán— todos los meses yo llevaba al campamento unos 15 kilogramos (33 libras) de comida seca. Muchas veces tuve que caminar por el lodo o por carreteras resbalosas para llevar el alimento.

Cuando llegaba al campamento, podía ver a mis hijos por tan solo dos horas. No hablábamos mucho. Apenas podíamos hablar debido a la aflicción que nos embargaba. Teníamos que contener las lágrimas. La mala apariencia física de ellos reflejaba las penalidades que estaban sufriendo. A pesar de nuestros esfuerzos, siempre estaban hambrientos, pues compartían su alimento con aquellos cuyos parientes habían muerto, habían huido del país o eran demasiado pobres para traerles algo de comer.

Por más de 30 meses llevé alimento a mis hijos, y muchas otras personas hicieron lo mismo por los suyos. Nos parecíamos a una gran muchedumbre de mendigos con ropa sucia, grandes cestas en las manos y sombreros grandes hechos de hojas de palma que casi nos cubrían la cara.

Bajo el calor y la lluvia, esperábamos en estaciones de autobús y paradas de botes. Vendí todas mis posesiones, incluso nuestra propiedad, para poder comprar alimento. En la pobreza extrema, clamé a Dios para que salvara a mis hijos de aquel infierno. Finalmente, después de casi tres años, fueron puestos en libertad.

El precio de la libertad


AUNQUE mis hijos habían quedado en libertad del campo de concentración, todavía eran prisioneros dentro de los límites de la aldea. No teníamos futuro en Vietnam. Por eso, después de unos meses, en mayo de 1978, dos de mis hijos, mi hija y yo escapamos. Puesto que nuestro hogar quedaba bastante alejado del mar, cruzamos el río en una embarcación pequeña, temerosos durante todo el trayecto de que una patrulla comunista nos detuviera y fuéramos encarcelados.

Finalmente, de noche nos hicimos mar adentro —éramos 53, y la mayoría consistía en mujeres y niños— todos nosotros en una embarcación pequeña y atestada, construida para navegar en ríos. Tenía motor, pero la dirigían por medio de un timón. Íbamos hacia el sur rumbo a Malaysia, a más de 640 kilómetros (400 millas) de distancia.

Una brisa suave ondulaba la superficie del mar y nos refrescaba, mientras la Luna llena, en todo su esplendor, alumbraba nuestra ruta. Rebosando de alegría por haber logrado escapar, nos pusimos a cantar.

Durante los siguientes dos días, el mar estuvo relativamente tranquilo, y avanzamos a buen paso. El tercer día fue el más hermoso, pues el mar estaba perfectamente tranquilo, como un espejo gigantesco. Echamos ancla, y pasamos un rato aseándonos en el mar. Pero nuestra actividad atrajo a una gran cantidad de tiburones, y, puesto que podían causar una avería a nuestra embarcación por ser esta muy pequeña, levamos ancla y partimos.

Esperábamos encontrar un barco extranjero en la ruta internacional y quizás ser invitados a subir a bordo, o por lo menos recibir comida y agua. Entonces, aproximadamente a las diez de la mañana, nuestros hombres divisaron un barco grande.

El corazón nos comenzó a latir más rápidamente, pues esperábamos que se nos ayudara y, tal vez, se nos salvara.

Pero, a medida que la embarcación se acercaba, nos dimos cuenta de que era lo que más habíamos temido... ¡un barco de piratas tailandeses! Habíamos oído acerca de cómo atacaban a los refugiados indefensos que huían de nuestro país y cómo violaban despiadadamente a las mujeres.


En manos de los piratas


Los piratas esperaron en la cubierta con cuchillos en la mano y con el rostro pintado para parecerse a diferentes animales grotescos. Aterrorizados, empujamos a las mujeres jóvenes en el compartimiento del frente de la embarcación y lo cerramos con barricadas justamente a tiempo. Los piratas saltaron a nuestra embarcación y, como un viento impetuoso, se apoderaron de todo lo que quisieron... cadenas de oro, brazaletes y aretes. Se apropiaron de nuestro equipaje y registraron nuestros bolsos en busca de oro y plata.

Arrojaron al mar todo lo que no querían, incluso ropa, y la leche y harina para los niños. Entonces, tan súbitamente como llegaron se fueron, dejándonos pasmados.

El jefe de los piratas, hombre alto y corpulento, que no tenía ni un solo pelo en la cabeza, llevaba alrededor del cuello una cadena de la cual colgaba un cráneo que le llegaba hasta la cintura. Con el rostro hacia el cielo, se reía estrepitosamente, alegre de los resultados de su piratería. Entonces hizo una señal con la mano para que liberaran nuestra embarcación.

Seguimos nuestro trayecto, pero, después de solo aproximadamente una hora, una tormenta empezó a levantar enormes olas, las cuales eran más grandes que la embarcación misma. Estas nos lanzaban despiadadamente de un lado a otro. Dentro de poco casi todos se marearon y el interior del bote se llenó de vómito baboso. Al notar que mi sobrinita, a quien tenía en los brazos, había dejado de respirar, grité. Pero utilizando la resucitación de boca a boca, pude revivirla.

Después, la embarcación empezó a avanzar más suavemente. Mi hijo había cambiado de rumbo para que la embarcación navegara a favor del viento y las olas. ¡Pero aquel viraje nos hizo ir en dirección del barco de los piratas!

Efectivamente, con el tiempo, lo avistamos. Al vernos, los piratas levaron anclas y vinieron hacia nosotros. Los aterrorizados pasajeros de nuestra embarcación vociferaron acusaciones contra mi hijo. Pero, como él explicó más tarde: “Aquella era la única manera de salvar la embarcación y a los pasajeros”.

Felizmente, los ojos del jefe de los piratas reflejaban ahora cierta compasión. Nos hizo señal de que nos acercáramos, y tiró una cuerda para que pudiéramos atar nuestra embarcación a su barco. Pero la tormenta era tan violenta que nuestros pasajeros ya no podían aguantar más. En ese momento, uno de los piratas pasó a nuestra pequeña embarcación y nos ofreció refugio. Así, uno por uno, se nos ayudó a los 53 pasajeros a pasar al barco pirata, que era mucho más grande que nuestro bote.

Caía la tarde y otra señora y yo preparamos una cena con el arroz y el pescado que los piratas nos habían dado. Después, me senté en un rincón con mi sobrinita en los brazos, la cual ya estaba sintiéndose mejor. La tormenta había disminuido, pero soplaba un viento frío, y lo único que yo tenía era un suéter, con el cual abrigué a mi sobrina. Yo temblaba de frío.

Uno de los hombres, a quien por respeto yo llamaba “pescador”, se mostró amigable conmigo. Dijo que, cuando me veía, yo le recordaba a su madre. Ella y yo éramos más o menos de la misma edad. Amaba a su madre y le entristecía que siempre estaba tan lejos de ella.

Entonces me preguntó si tenía dónde pasar la noche y, sin esperar una respuesta, dijo que yo podía dormir arriba en la cubierta. Tomó en brazos a mi sobrina, y yo le seguí, pero me preocupaba el estar aislada de los demás, que estaban abajo. No olvidé que aquel hombre, aunque se mostraba amable conmigo, era realmente un pirata.

Desde arriba, nuestra embarcación se veía muy pequeñita en comparación con el barco. Suspiré. ¿Cómo podíamos recorrer más de 640 kilómetros (400 millas) de océano en aquella embarcación a no ser con la ayuda de Dios? Percibí nuestra insignificancia en comparación con la grandeza y la eternidad del universo. “¡Oh, Dios —oré—, si nos proporcionaste este barco para salvarnos de la tormenta, por favor, vuelve a protegernos del daño que puedan causarnos los piratas!”

El pirata me condujo a un compartimiento grande y me devolvió mi sobrinita. Pero yo temía estar a solas, y cuando él se fue, regresé abajo y llevé conmigo a otras siete personas para que se quedaran en el compartimiento conmigo.

Durante la noche, me despertaron unos gritos y lamentos provenientes de abajo. Aterrorizada, desperté a los que estaban conmigo, y aunque solo eran aproximadamente las dos de la madrugada, decidimos bajar a investigar lo que había sucedido.

Todos estaban despiertos. Algunas de las mujeres lloraban, y les temblaban los hombros por sus sollozos. Los hombres estaban reunidos en la parte de atrás, cerca de la cocina. Nos enteramos de que uno de los piratas había peleado con uno de los hombres y luego había violado a la esposa de este. Pedí permiso para preparar algo de alimento, y todos comimos un poco. Al amanecer, el jefe de los piratas nos dejó ir, y proseguimos hacia Malaysia.


Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! del 22 de octubre de 1985, publicada por los Testigos de Jehová. Pueden descargarse los numeros mas recientes del siguiente enlace