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martes, 16 de abril de 2013

Soy sobreviviente de la “Marcha de la muerte” Como lo relató Louís Piéchota (Primera Parte)

Soy sobreviviente de la “Marcha de la muerte”
Como lo relató Louís Piéchota

MIS padres llegaron al norte de Francia junto con muchos otros mineros polacos en 1922. Como la mayoría de estos inmigrantes, eran buenos católicos. Sin embargo, cuando yo tenía más o menos 11 años de edad mi padre y madre se apartaron de la Iglesia Católica y se hicieron testigos de Jehová o Zloty Wiek (“Los de la edad de oro”), como los llamaban despectivamente los católicos polacos. Esto sucedió en 1928. Por lo tanto, desde mi juventud he conocido el gozo de compartir con otros las “buenas nuevas” que se presentan en las Sagradas Escrituras.

Poco antes de que estallara la II Guerra Mundial, probé por primera vez el servicio de precursor, o de predicar en servicio de tiempo completo. Mis compañeros y yo —nosotros cinco éramos de origen polaco— esparcimos el mensaje del Reino en pueblitos y aldeas a lo largo de la costa de Normandía. En aquel tiempo usábamos fonógrafos y grabaciones de discursos bíblicos en francés.

Después de estallar las hostilidades en 1939 y empezar a aumentar el fervor bélico, personas hostiles de la aldea de Arques la Bataille dieron a la policía un informe en cuanto a nosotros. Los aldeanos habían pensado que nuestros fonógrafos eran cámaras fotográficas. Puesto que teníamos acento extranjero, la policía creyó que éramos espías alemanes y nos arrestó y encarceló en el cercano puerto marítimo de Dieppe. Después de 24 días de detención, se nos hizo desfilar por las calles esposados unos a otros, y se nos llevó al tribunal. Las multitudes hostiles querían echarnos en la bahía. Pero el juez pronto se dio cuenta de nuestra inocencia y nos absolvió de la acusación.

PROSCRIPCIÓN

Poco después de haber sido proscrita la obra de los testigos de Jehová en octubre de 1939, fui arrestado nuevamente y sentenciado a seis meses de prisión, bajo la acusación de haber predicado ilegalmente el reino de Dios. Al principio pasé el tiempo en aislamiento penal en la cárcel de Béthune, sin nada para leer. Varias semanas después, cuando me parecía que iba a volverme loco, el guardia de la prisión me trajo una Biblia. ¡Cuánto agradecí aquello a Jehová! Aprendí de memoria centenares de versículos y varios capítulos enteros. Estos pasajes me sirvieron de ayuda fortificante en días subsiguientes. De hecho, hasta en la actualidad puedo citar textos que aprendí de memoria en la cárcel de Béthune.

En febrero de 1940 me transfirieron de Béthune al campo de Le Vernet, en el sur de Francia, donde las autoridades francesas supuestamente encarcelaban a extranjeros “peligrosos.”
En la primavera de 1941 una comisión alemana llegó al campo y preguntó por mí. Me enviaron a trabajar en las minas de carbón al norte de Francia en el pueblo de donde yo había venido. Este ahora formaba parte de la zona ocupada. Por supuesto, usé mi libertad recién adquirida para predicar las buenas nuevas del reino de Dios. Pero cuando una persona que recientemente se había hecho Testigo fue arrestada e imprudentemente dijo a la policía francesa que yo le había suministrado literatura bíblica, nuevamente fui arrestado y sentenciado a 40 días de encarcelamiento en la prisión de Béthune.

Después de haber recobrado la libertad, emprendí de nuevo la obra de testificar. Mientras llevaba a cabo esta obra en el pueblito minero de Calonne-Ricouart fui arrestado por cuarta vez y me enviaron de nuevo a la cárcel de Béthune. Los alemanes fueron allí para arrestarme porque yo había rehusado trabajar horas suplementarias y los domingos en las minas de carbón para apoyar el esfuerzo bélico de los nazis.

PRISIONERO EN BÉLGICA, HOLANDA Y ALEMANIA

Los alemanes me transfirieron a la penitenciaría de Loos, cerca de Lila, y unas cuantas semanas después a la prisión de Saint-Gilles, en Bruselas, Bélgica.
Después de eso, fui encarcelado en la Fortaleza de Huy, cerca de Lieja, Bélgica, antes de que finalmente me enviaran al campo de concentración de S’Hertogenbosch, también llamado Vught, en los Países Bajos. Allí llegué a ser una cifra —7045— y se me dio un uniforme del campo con el triángulo color púrpura que me identificaba como Bibelforscher, o testigo de Jehová. Fui asignado al edificio 17-A.

Fue verdaderamente difícil para mí acostumbrarme a marchar con el pie desnudo dentro de zuecos holandeses. Tenía los pies despellejados, llenos de ampollas abiertas. Al menor tropiezo corría el riesgo de que me pateara en los tobillos uno de los guardias de la SS. Pronto la piel de los pies se me engrosó y pude marchar tan rápidamente como los demás.

Había otros 15 Testigos en aquel campo. Se nos ofreció libertad inmediata, a condición de que firmáramos un papel denunciando nuestra fe. Ninguno de nosotros cedió.

Con el tiempo se nos mudó de aquel campo de concentración en los Países Bajos a Alemania. Nos metieron en pequeños vagones de carga como si fuéramos un rebaño de ganado, 80 de nosotros en cada vagón; se nos obligó a permanecer de pie por tres días y tres noches sin alimento ni agua ni modo alguno de satisfacer la necesidad de evacuar. Finalmente el tren llegó a Oranienburg, a unos 30 kilómetros al norte de Berlín. Entonces tuvimos que marchar rápidamente unos 10 kilómetros hasta las fábricas de aviones Heinkel, mientras los perros de la SS nos mordían los talones si disminuíamos el paso. Nosotros los Testigos logramos mantenernos juntos.

Poco después fuimos transferidos al cercano campo de concentración de Sachsenhausen. Allí, junto a mi triángulo de color púrpura se puso un nuevo número: 98827.

LA VIDA EN SACHSENHAUSEN

Al entrar en Sachsenhausen me penetró de lleno la ironía del lema que Himmler, el jefe de la SS, había mandado que se exhibiera en letras enormes dentro del campo. Este lema decía: “Arbeit macht frei” (El trabajo es libertador). ¡Qué hipocresía! Claro, nosotros teníamos una libertad que los nazis nunca conocieron, la libertad que proviene de la verdad cristiana. (Juan 8:31, 32) En todo otro respecto, la vida en Sachsenhausen en resumidas cuentas consistía en trabajar como esclavos, ir muriendo lentamente de hambre, recibir humillación y degradación.

Los nazis estaban empeñados en hacer transigir a los testigos de Jehová o matarlos. De hecho, mataron a muchos. Pero aquellas muertes fueron una derrota moral para los nazis, y una victoria para la fe e integridad de los Testigos que murieron.

Respecto a los demás de nosotros, lejos de sentirnos derrotados espiritualmente, no permitimos que las condiciones degradantes nos impidieran respetar los altos valores espirituales. Un ejemplo es el del hermano Kurt Pape. A él se le ordenó que se uniera a un kommando (equipo de trabajo) que estaba trabajando en una fábrica de armamentos. Él rehusó, declarando que había estado llevando a cabo una guerra cristiana sin armas carnales por 16 años y que ahora no iba a manchar su integridad.

Claro que al rehusar estaba arriesgando la vida. Sorprendente como parezca, el comandante del campo le permitió hacer otro trabajo. En otra ocasión el hermano Pape me censuró porque yo había tomado pan de la panadería del campo, donde me habían asignado a trabajar. Yo lo había hecho para que los hermanos tuvieran un poco más de comer, pero él me dijo que era preferible pasar hambre a desacreditar el nombre de Jehová porque se me sorprendiera robando. Esto me impresionó mucho.

Los domingos por la tarde yo servía de intérprete para el hermano Pape, quien había logrado despertar interés en el mensaje del Reino entre un grupo de prisioneros rusos y ucranios. Sí, el hermano Pape fue un excelente ejemplo. Lamentablemente, murió durante un ataque aéreo que lanzaron los aliados poco antes de nuestra liberación.