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miércoles, 25 de junio de 2014

¿Vale la pena el riesgo?

ES EL 14 de julio de 1980, el octavo día de las festividades anuales que se celebran en honor al “Santo Patrono” de Pamplona, San Fermín. Aun antes del alba, grupos de personas han estado ocupando lugares estratégicos a lo largo de las calles estrechas de esta antigua ciudad española. La vigilia pasa rápidamente con la ayuda de unos chorrillos de vino que, de vez en cuando, toman de las botas que muchos llevan consigo.

De repente aumenta la tensión. Los relojes de la ciudad empiezan a dar las siete y, súbitamente, el estallido de un cohete disparado al aire rompe la relativa calma. La explosión, que se escucha por toda la ciudad, es recibida con gritos de excitación.

Ahí abajo, cerca del río Arga, se abren bruscamente las puertas del corral y salen en estampida seis toros españoles bravos, conducidos por unos cabestros con cencerros que sirven como cebo. Ahora hay tumulto y jaleo en la muchedumbre de espectadores que están detrás de las barreras levantadas para esta ocasión, y en los participantes nerviosos que esperan su momento de gloria en la Cuesta de Santo Domingo.

A medida que los animales asustados aumentan su velocidad al subir la cuesta, una vista extraña sale a su encuentro. Corriendo hacia ellos hay un grupo de jóvenes excitados (y algunos ya no tan jóvenes), la mayoría ataviados con la vestimenta típica para la ocasión, camisa y pantalón blancos, y boina y faja coloradas.

Muchos llevan un periódico doblado con el cual poder hacer el quite para desviar la atención del toro en caso de peligro repentino. Cuando los dos grupos en liza se hallan a solo unos pocos metros el uno del otro, los hombres giran y vuelven a subir la cuesta tan rápido como las piernas puedan.

A medida que los cornúpetas les van ganando terreno inexorablemente, los hombres de la retaguardia miran rápidamente de reojo para ver en qué dirección van a girar los toros, si es que lo hacen. Los más prudentes corren a la pared más cercana y se pegan contra ella, sin mover ni un músculo para así no atraer la atención de los astados.

Al llegar los toros a la cima de la cuesta, asalta la tragedia. Un toro, llamado Antioquío, se separa de la torada. Debido a esto está solo y bajo ataque, provocado por el gentío que se arremolina a su alrededor para probar su hombría por medio de aproximarse al peligro. El reflejo de defensa propia del animal reemplaza inmediatamente al instinto de juntarse con la manada y escapar.

Empieza a cornear fieramente. Uno de los corredores, José Antonio Sánchez, de veintiséis años, es empitonado por el costado y arrastrado varios metros. En vano intentan ayudarle otras personas ya que éste muere tres horas más tarde en el hospital.

El toro por fin recobra su rumbo y se dirige de nuevo en dirección a la manada que se aleja, y a la supuesta libertad. De hecho, termina su carrera en la plaza de toros. El ruedo mismo está lleno de hombres, en su mayor parte jóvenes, que intentan participar en el espectáculo, algunos provocando a los toros.

Antioquío ataca otra vez y Vicente Ladio Risco, de veintinueve años, queda colgado de un pitón y cae como de rodillas, echándose mano al vientre. Un grito de terror sale de los espectadores en las gradas. Saben que han presenciado otra muerte más en las festividades “santas” de San Fermín.

¿Valió la pena el riesgo? Dos vidas jóvenes extinguidas en una mañana de verano. Y, ¿para qué? ¿A qué causa noble dio adelanto? ¿De veras valió la pena el riesgo? ¿Valía tanto el orgullo personal o la gloria para sus familias y parientes afligidos? Estas preguntas razonables pueden ser aplicadas a muchas otras actividades humanas opcionales que implican un riesgo definido para la vida y cobran su precio trágico cada año.

El alpinismo... ¿cuán seguro?

Durante milenios el hombre ha respondido a la llamada de las montañas. Para algunos presentan un reto, mientras que para la mayoría suministran un contorno magnífico para poder escaparse del aburrimiento de la vida de la ciudad. Millones de entusiastas caminan y escalan las montañas alrededor del mundo, y obtienen de ello un placer y una satisfacción enormes, sin incurrir en casi ningún riesgo.

En cambio, hay que admitir que muchos alpinistas o montañeros, tanto novatos como experimentados, pierden la vida cada año escalando los picos de la Tierra. Como ejemplo, en noviembre de 1980, tres montañeros jóvenes intentaron escalar la cara casi vertical de la montaña de San Jerónimo en la sierra de Montserrat, cerca de Barcelona, España. Todos cayeron 260 metros y encontraron la muerte. Tal vez la razón fuera falta de experiencia. Pero, ¿valió la pena el riesgo? ¿Cómo contestarían hoy esta pregunta sus padres y parientes?

La falta de experiencia no es de ninguna manera el único motivo de desastres en el montañismo. En octubre de 1978, una expedición de alpinistas veteranas de los Estados Unidos intentó alcanzar la cumbre del Annapurna I (8.078 m) del Himalaya, usando dos equipos distintos para el asalto. Un equipo lo logró. El segundo falló. Se informa que Vera Watson y Alison Chadwick-Onyszkiewicz, escaladoras experimentadas, estaban atadas a la misma cordada mientras iban subiendo hacia la cumbre cuando cayeron y encontraron la muerte.

Otra expedicionaria, Arlene Blum, escribió en su diario de los sucesos: “Debió ser que no pudieron evitarlo y cayeron 1.500 pies [457 m] por un precipicio de nieve y hielo. Podría ocurrir a cualquier alpinista en cualquier momento. Pero, ¿por qué tuvo que ocurrir? Me encuentro pasmada y pienso mucho en sus familias. Toda esa angustia y dolor... "

Una tragedia parecida a esta sucedió más recientemente, en junio del año pasado, en el noroeste de los Estados Unidos. Dieciséis alpinistas —once en el monte Rainier y cinco en el monte Hood— murieron en las laderas de las montañas.
Sí, ¿qué montaña o ambición pasajera vale el riesgo? Hay que sopesar esta pregunta contra el haber único que se pone en peligro... ¡LA VIDA!

Sea que uno crea en Dios o no, la vida es un don demasiado precioso para que sencillamente se arriesgue por cualquier cosa. El poseer la vida implica una responsabilidad... no solamente para con uno mismo, sino también para con su familia (especialmente para con el marido, la esposa o los hijos) y, en el caso del cristiano, para con Dios, el Dador de “toda dádiva buena y todo don perfecto.”—Santiago 1:17.

Es obvio que no se pueden atribuir todas las muertes en las montañas a los alpinistas o montañeros. De vez en cuando algunos excursionistas mal preparados han encontrado la muerte debido a estar a la intemperie. Como lo ha comentado una autoridad española: “Cualquiera que sube a la sierra un domingo la verá abarrotada de gente, la mayoría sin equipo adecuado y sin conocimiento del lugar, que se lanza a la aventura. Lo auténticamente milagroso es que no se maten más.”

Por lo tanto, el derrotero sabio, si uno va a las montañas, es asegurarse de que esté en buena condición física y equipado con ropa apropiada y provisiones adecuadas. Si a uno le acompaña un excursionista o montañero experimentado, aún mejor.

Los hechos hablan por sí solos. En una encuesta reciente publicada por El País, un diario de Madrid, el montañismo encabezó la lista de los deportes que causaron el mayor número de muertes en España durante el quinquenio de 1975-79, con un total de 137 víctimas. Los siguientes deportes más peligrosos fueron la caza y las actividades subacuáticas, que cobraron cada uno 42 vidas durante el mismo período. Luego vinieron los deportes aéreos, con 39 muertes.

Deportes aéreos

¿Quién no ha seguido con envidia el vuelo fácil en remonte del águila o del albatros? Desde hace muchísimo tiempo el hombre ha soñado con estar libre para volar y remontarse como las aves. Por eso, cuán apropiada es la pregunta retórica que aparece en el libro bíblico de Job: “¿Se debe al entendimiento tuyo que el halcón se remonte, que extienda sus alas al viento del sur?”—Job 39:26.

En décadas recientes deportes aéreos de vuelo libre, tales como el volar en planeador, paracaidismo, subir en globo y vuelo libre con ala delta, han ganado en popularidad. Con buen entrenamiento y equipo adecuado puede mantenerse al mínimo el nivel de peligro en la mayoría de estos deportes, especialmente si la persona no es temeraria. Sin duda, el vuelo silencioso, con el viento como único compañero, es una experiencia singular y emocionante para el hombre.

Sin embargo, casi con toda seguridad, el deporte aéreo con el mayor riesgo inherente en la actualidad es el vuelo libre con ala delta. Las razones técnicas de los accidentes en el vuelo libre con ala delta fueron alistadas como fallos mecánicos durante el vuelo (que pueden ocurrir a pesar del cuidado en el montaje y mantenimiento), cambios bruscos en la dirección del viento y ráfagas poderosas, especialmente fuertes corrientes de aire hacia abajo, que pueden hacer estrellarse a los pilotos más experimentados.

En junio de 1979, Patrick Depailler, el famoso piloto de bólidos o automóviles de carreras de Fórmula I, sufrió heridas graves en un accidente mientras participaba en vuelo libre con ala delta en su Francia natal. Una ráfaga repentina hizo que se estrellara. Vivió para contarlo, pero tuvo que someterse a varias operaciones a causa de las heridas que recibió.

Un cristiano joven de los Estados Unidos no fue tan afortunado. Se rompió el cuello en un accidente que tuvo mientras volaba con ala delta. Cuando se recuperó, volvió a la práctica del deporte. Cierto día, poco después de despegar, un viento brusco le volcó el aparato y perdió el control del mismo. Se estrelló contra la ladera de una montaña y murió.

¿Valió la pena el riesgo? Cuando consideramos la terrible pérdida para la viuda y los padres, es razonable que preguntemos también: ¿No hay alguna muestra de egoísmo en el deseo de practicar un deporte que deja tan poco margen de seguridad? Este es el factor que un cristiano tiene que tomar en cuenta ya que tiene la obligación moral de amar a su prójimo como a sí mismo.—Mateo 22:39.

Víctimas de carreras automovilísticas
A pesar del accidente que tuvo volando, Patrick Depailler volvió a las carreras automovilísticas. El 1 de agosto de 1980 murió en un accidente mientras se entrenaba en el circuito de Hockenheim en Alemania.

¿Qué motiva a los hombres a tomar estos riesgos? Una autoridad dice: “Los pilotos de bólidos están motivados por el espíritu de competencia, y la promesa de riqueza, fama y gloria.” (Encyclopaedia Britannica, Macropædia, tomo 12, páginas 569-70) Pero también hay que reconocer que tal motivación ha dejado tras sí una estela de muertos, tanto personas famosas como anónimas.

Continúa diciendo la misma enciclopedia: “En el transcurso de los años, centenares de pilotos y espectadores han muerto en las carreras. Los riesgos están implícitos en la naturaleza de las carreras. . . . Continuarán ocurriendo. El problema está en proteger a los pilotos y a los espectadores cuando ocurren.”

Tal vez la pregunta clave aquí sea: ¿Son la “riqueza, fama y gloria” los valores máximos en la vida? ¿Vale la pena arriesgar la vida misma solo con el fin de ver su nombre en una lista de campeones del mundo que todos olvidan rápidamente?

Decisión personal

Hay muchas actividades en la vida que tienen en sí algún riesgo mínimo o posibilidad de daño, o aun la muerte. El simplemente ir en avión o pasear en automóvil por la ciudad, o sencillamente atravesar la calle, puede resultar en un accidente. Sin embargo, tales posibilidades remotas no impiden el que llevemos a cabo nuestra vida normal y cotidiana.

En cambio, hay actividades que no son obligatorias o esenciales para la vida y sin embargo envuelven mayor grado de riesgo para la vida y la integridad física. En tales casos cada uno debe enfrentarse a la pregunta y a la responsabilidad que conlleva la respuesta a ella: ¿Vale la pena el riesgo? A este respecto, el cristiano, especialmente, lo pensará dos veces antes de poner en peligro el don que Dios le ha dado: la vida misma.

Artículo publicado el 08 de Mayo de 1982. Para complementar el tema lea: "Cómo invertir sabiamente el tiempo". Ambos editados por los testigos de Jehová.