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miércoles, 27 de noviembre de 2013

"Crecí en la Alemania nazi". Como lo relató Hans Naumann

UN ESPANTOSO día de 1935, cuando tenía cinco años de edad, la seguridad de que disfrutaba durante los primeros años de mi infancia quedó destrozada. Ocurrieron cambios que apenas podía entender, y pronto fui maltratado, aunque desconocía por qué razones. Pero con el tiempo pude hacer eco a las siguientes palabras del salmista: “En ti mi alma se ha refugiado; y en la sombra de tus alas me refugio hasta que pasen las adversidades”. (Salmo 57:1.)

Mis padres habían sido Bibelforscher (Estudiantes de la Biblia o testigos de Jehová) desde la década de los veinte. Cuando Hitler asumió el poder en 1933, yo tenía tres años de edad, y mi hermana, Herta, tenía cinco. Pronto Hitler comenzó a perseguir furiosamente a los Testigos; y mis padres no se salvaron de la vigilancia rigurosa de su régimen.

En 1935 un grupo de agentes de la Gestapo, altísimos y fornidos (en comparación conmigo, que tenía solo cinco años de edad) y amenazadores, irrumpió en nuestra casa. Todavía puedo recordar que mi padre estaba de pie, callado, mientras ellos hacían brutalmente un registro por la casa en busca de pruebas que lo incriminaran como Estudiante de la Biblia. Por último, se lo llevaron. No volví a verlo sino hasta después de 10 años.

Pero el régimen de Hitler no había terminado con lo que se proponía hacernos. Dos años después volvieron un hombre y una mujer de la Gestapo. Apuntando a Herta y a mí, dijeron a mi horrorizada madre: “Nos llevaremos a estos niños”. ¿Por qué? “Usted no está capacitada para criarlos.” Nos acusaron de ser delincuentes y nos llevaron a un campamento juvenil. ¿Puede imaginarse usted cómo se sintió mi madre mientras observaba a la Gestapo llevarnos por la fuerza?

Aguanté la disciplina militar de aquel campamento —me mantuvieron separado de Herta— hasta 1943. Luego fui enviado a una granja, cerca de un pueblecito de la provincia de Altmark.

Durante todo aquel tiempo no tenía ni idea de por qué me ocurrían aquellas cosas. Mis padres habían sido cuidadosos en cuanto a lo que me decían, probablemente porque los niños de cinco años de edad tienen la reputación de no saber guardar secretos. Por eso no entendía por qué se me había separado de ellos. Tampoco entendía la razón por la cual el granjero que era responsable de mí solía regañarme y gritarme que era un criminal, o por qué no querían tener nada que ver conmigo otros niños.

Con el tiempo el sistema educativo exigió que yo pasara algún tiempo cada semana en una escuela especial para aprender religión. Me resentí por esto. Después de asistir dos veces, dije a las autoridades escolares: “No quiero volver más a ese lugar”. Las autoridades trataron de obligarme, diciéndome que no recibiría un diploma o que no podría aprender una profesión. Pero en mis adentros, aquello simplemente no me importó. Me resentí mucho por el hecho de que me obligaran a ir a aquella escuela.

Luego decidí: “Está bien. Si quieren que aprenda religión, leeré la Biblia por mi cuenta”. Y pronto comencé a preguntarme si la Biblia podría ayudarme a descubrir por qué se me trataba con muy poca amabilidad. Disfruté de leer los Evangelios, y poco a poco empecé a ver lo mal que se había tratado a Jesús. En mi mente juvenil, traté de comparar su situación con la mía, y pensé: ‘Se parecen en algo. Se me maltrata y se me mira despectivamente sin motivo alguno, tal como pasó en el caso de Jesús’.

Finalmente la guerra llegó a su fin. Yo quería regresar a casa inmediatamente, y planeé hacer mi maleta e irme temprano por la mañana, cuando nadie pudiera detenerme. Sin embargo, no me daba cuenta de lo peligrosa que era la situación. Alemania estaba en medio de los escombros de la derrota. Había caos en las zonas rurales. Nada funcionaba. No había ni automóviles ni ferrocarriles. La gente estaba hambrienta, y por todas partes había muchas armas que habían quedado de la reciente lucha. Dudo mucho que hubiera llegado de vuelta a Magdeburgo.

No obstante, entonces recibí una indicación alentadora de que Jehová cuidaba de mí. Después de todo, moraba ‘en la sombra de sus alas’. El mismísimo día en que me preparaba para irme, llegó una desconocida y le enseñó al granjero un permiso especial para tomarme bajo la custodia de ella. El permiso lo habían dado las autoridades militares que tenían temporalmente el mando. Al granjero no le gustó aquello. Trató de persuadirme para que me quedara. Pero yo estaba alegre de irme con aquella persona desconocida.

Ella había venido en una calesa tirada por un caballo, y los dos viajamos en ella rumbo a su casa, que se hallaba a unas tres horas de camino. Durante algún tiempo viajamos en silencio. Ella no habló mucho, y yo no tenía ganas de hacer preguntas. Entonces ella comenzó a conversar. “Bueno, Hans —dijo ella— sé mucho de ti. Recuerdo cuando eras un niñito.” La miré. Para mí ella era completamente desconocida. “Conozco a tu padre y a tu madre”, siguió diciendo ella. “A tu padre lo enviaron a un campo de concentración por leer la Biblia.”

Ella pasó a explicarme que él era testigo de Jehová, y ella también lo era. De hecho, ella había trabajado secretamente como precursora (predicadora de tiempo completo) en aquella zona durante la guerra.

Mientras seguía hablándome de mí mismo, cedí a las lágrimas. Esta Testigo fiel me había seguido de cerca constantemente. Sabía exactamente dónde estaba yo, pero ni ella ni mi madre habían podido visitarme, pues las autoridades querían que yo fuera criado como un buen nazi. Ahora, sin embargo, en la primera oportunidad que había surgido, ella se las había arreglado para conseguir que me pusieran bajo su custodia.

Llegué a conocerla como la hermana Scheibe. Durante las siguientes semanas ella aprovechó toda oportunidad para enseñarme por qué habían sufrido mis padres. Leí un ejemplar del libro Hijos que ella me dio. El ejemplar que ella tenía estaba dividido en folletitos para leerlos en secreto; ella me mostró cómo leer las secciones, y luego las consideró conmigo. Lleno de alegría por lo que aprendía, empecé a comprender cómo había maniobrado Jehová los asuntos para mi provecho durante los años difíciles.

Después de un mes y medio la hermana Scheibe creyó que ya era tiempo de irme a casa. Todavía era difícil viajar, pero ya había algunos camiones circulando, de modo que ella pudo hacer arreglos para que uno de ellos me llevara hasta las afueras de Magdeburgo. Luego fui abriéndome camino durante unas tres horas a través de los escombros de lo que una vez había sido la ciudad de Magdeburgo.

Finalmente hallé mi casa, la cual, afortunadamente, todavía estaba en pie.
Dio la casualidad que mi madre estaba mirando por la ventana cuando yo me dirigía a la casa. Ella me reconoció y salió precipitadamente para abrazarme por primera vez en 10 años. ¿Puede imaginarse usted cómo nos sentimos ambos? Rápidamente tratamos de conseguir la liberación de mi hermana, Herta, que todavía se hallaba en el campamento juvenil. Después de caminar y de viajar en “auto-stop” (pidiendo ser llevados por los automóviles que pasaban) los 80 kilómetros hasta el campamento, mi madre y yo logramos que la pusieran en libertad, a pesar de las objeciones de las autoridades del campamento; y los tres regresamos muy gozosos a casa. Ahora solo faltaba una persona.

Poco tiempo después llegó él, empujando una vieja bicicleta cargada de sus pocas posesiones. Mi padre había pasado 10 años en diferentes campos de concentración. Nos contó que había estado en la infame “marcha de la muerte” que recorrieron miles de prisioneros desde el campo de Sachsenhausen rumbo a Lübeck, donde las autoridades aparentemente habían planeado matarlos a todos. Los 230 Testigos que iban en ella estaban hambrientos y débiles, pero se mantuvieron juntos y se ayudaron unos a otros.

La última noche de la marcha los prisioneros estaban escondidos en unas arboledas. Las fuerzas rusas y las estadounidenses estaban acercándose. Aconsejados por algunos guardias, muchos prisioneros trataron de escapar hacia las líneas estadounidenses. Los guardias entonces mataron a disparos a unos 1.000 prisioneros. Los Testigos, sin embargo, estaba recelosos y, después de orar a Jehová, permanecieron en las arboledas. Pronto los guardias de la SS se desbandaron, y en unos cuantos días los Testigos se pusieron en comunicación con los ejércitos libertadores. Ni un solo Testigo había muerto durante la muy dura prueba. “Siempre nos ayudamos unos a otros”, dijo mi padre.

También ocurrieron algunas cosas que él nunca dijo, pero que nos contaron otros Testigos. Por ejemplo, cierta tarde él recibió de los guardias una paliza tan fuerte que yació aparentemente muerto en el suelo, con las coyunturas dislocadas. Los guardias lo recogieron y lo tiraron en una carretilla que usaban para transportar tierra y rocas pequeñas. Luego lo echaron en una zanja y lo dejaron extendido en el lodo como un montón de basura. Afortunadamente, los demás Testigos salieron silenciosamente después de oscurecer y hallaron que él todavía estaba vivo. Lo cargaron de vuelta adentro y cuidaron de él hasta que recobró la salud.

También hubo la ocasión en Buchenwald en que él estaba tan débil, debido al hambre, que todos pensaban que moriría. Sin ninguna razón aparente, las autoridades lo transfirieron de repente a otro campo, donde se iban a utilizar sus destrezas como artesano. Por lo tanto, en muchos sentidos, mi padre debía su vida al poder salvador de Jehová y al amor de sus hermanos.

Ahora éramos de nuevo una familia, y rápidamente comenzamos a ocuparnos en el servicio de Jehová. Desde 1945 hasta 1949 hubo un aumento excelente a nuestro alrededor, y disfrutamos de una clase de libertad que no se había experimentado en Alemania desde antes del tiempo de Hitler. Pero Magdeburgo está en la parte oriental de Alemania, y después de la guerra llegó a estar bajo dominio comunista. Las autoridades comunistas no nos dejaron en paz por mucho tiempo.

La última vez que pudimos asistir libremente a una asamblea fue en 1949, en Berlín Occidental. Fue una asamblea muy importante para mí porque me bauticé en ella. Pero ya estaban sucediendo cosas malas. Algunos Testigos desaparecían; no se les arrestaba, sino que simplemente desaparecían como si hubieran sido secuestrados. Al principio no hubo ninguna proscripción oficial, pero las presiones fueron aumentando. Entonces oí decir que a los hermanos de la sucursal de Magdeburgo se los habían llevado encadenados, y se anunció oficialmente la proscripción.

Por supuesto, las autoridades sabían que todos en mi familia éramos testigos de Jehová, y no pasó mucho tiempo antes que recibiéramos una visita. Esta vez la policía pareció estar más interesada en mí, y me llevaron a prisión. No obstante, gracias a Jehová, no permanecí allí por mucho tiempo... solo tres días.

Mientras estaba en el departamento de policía, tuve una excelente oportunidad de testificar acerca de mi fe. Había 10 policías sentados, y por algún motivo no eran hostiles. Quizás pensaban que podían convertirme al comunismo. Me preguntaron cuáles eran mis creencias, y por qué; todavía puedo recordarlos sentados y escuchándome sin decir ni una palabra. Yo tenía unos 18 años de edad, y lleno de gozo les hablé de la verdad de la Biblia.

Después me dejaron ir y me dijeron: “Te vamos a dar una oportunidad. Pero no puedes predicar de casa en casa, y tienes que presentarte ante nosotros dos veces por semana. Te vigilaremos, y si te hallamos haciendo algo incorrecto, te vamos a enviar a Rusia, ¡a Siberia!”. Se rieron cuando dijeron eso, pero, si era una broma, fue una broma muy desagradable.

En 1951 nos enteramos de que se habían hecho arreglos para celebrar una asamblea en Frankfurt, Alemania Occidental, y que el presidente de la Sociedad Watchtower estaría presente en ella. Yo tenía muchísimos deseos de asistir. Un grupito, unos 12 de nosotros, hicimos arreglos cuidadosamente para cruzar la frontera. Pero cuando llegamos a Alemania Occidental nuestros problemas no habían terminado. Debido a la situación monetaria, nuestros marcos orientales no valían mucho en Alemania Occidental. Así que tuvimos que tratar de viajar en “auto-stop” hasta Frankfurt.


Poco después se presentó la oportunidad de mudarme a los Estados Unidos. Llegué a ese país en 1957; y tenía todo un año para aprender inglés, antes de asistir a la asamblea de 1958 en el Yankee Stadium, de Nueva York. Después de trabajar clandestinamente todos aquellos años, ¡fue una experiencia maravillosa mezclarme libremente con un cuarto de millón de compañeros de creencia!

Mi hermana y mis padres salieron finalmente de Alemania Oriental también y se establecieron en Alemania Occidental. Mis padres han muerto, ambos fieles hasta el fin. Mi hermana, Herta, todavía es una Testigo activa en Alemania, y yo sigo como Testigo activo en los Estados Unidos.
Hemos experimentado muchas cosas en nuestra vida hasta ahora, y a través de todas ellas hemos podido hacer eco a las electrizantes palabras de David en Salmo 63:1, 7: “Oh Dios, tú eres mi Dios, sigo buscándote. [...] Porque tú has resultado ser de ayuda para mí, y en la sombra de tus alas clamo gozosamente”.—Según lo relató Hans Naumann.

Experiencia relatada en la revista ¡Despertad! con fecha 22 de Agosto de 1983, para enterarse de otras experiencias puede consultar la pagina oficial de los Testigos de Jehová.