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domingo, 8 de septiembre de 2013

¡La fe es práctica!... Testimonio desde los campos de concentración

CAMPOS de concentración... ¿qué le viene al pensamiento?

Tal vez usted recuerde fotos de personas asustadas a quienes se obliga a salir de unos furgones para dirigirlas a la muerte. O tal vez piense en prisioneros casi muertos de hambre a quienes se obliga a trabajar excesivamente y a vivir en medio de su propio excremento mientras padecen de enfermedades. O quizás recuerde crueles experimentos médicos u hornos que consumieron a un sinnúmero de cuerpos humanos.

Estos son algunos aspectos de los terribles campos de concentración.

Pero hay algo más que se debe tomar en cuenta. Por horribles que hayan sido los campos de concentración nazis, cientos de miles de hombres y mujeres que se encontraban en ellos estaban tratando de vivir. Estaban luchando día tras día por mantenerse vivos a pesar de las enfermedades, las palizas, el agotamiento físico y las matanzas cometidas a capricho. Se esforzaban por comer, mantenerse calientes y evitar las enfermedades. Tenían que trabajar, dormir y tratar con las personas que los rodeaban.

Por eso, a pesar de lo horribles que eran los campos de concentración nazis, o tal vez debido a ello, se prestan como lugares que podemos examinar para encontrar pruebas de lo práctica que es, realmente, la fe. Aunque nosotros personalmente tal vez nunca tengamos que enfrentarnos a vivir en campos como aquéllos, podemos beneficiarnos de las lecciones relacionadas con ellos.

MUCHOS PERDIERON LA FE

Un efecto notable de los campos de concentración fue la pérdida de fe. El escritor Philip Yancy explica: “Algunos sobrevivientes perdieron la fe en Dios. Los judíos, en particular, eran propensos a esto: se les había criado con la creencia de que eran pueblo escogido, y de repente descubrieron que, como lo expresó mordazmente un judío: ‘Solo Hitler ha cumplido sus promesas.’”
Elie Wiesel describe cómo le afectó el presenciar la ejecución de un joven en la horca. Los de la SS juntaron a los prisioneros enfrente de la horca. Mientras el muchacho moría lentamente, un prisionero gritó: “¿Dónde está Dios ahora?” Dice Wiesel: “Y oí una voz dentro de mí contestarle: ‘¿Dónde está? Aquí está... colgado de esta horca . . .’”

Muchos que afirmaban ser cristianos perdieron la fe también. En The Christian Century, en una referencia a la persecución nazi con el término “holocausto,” Harry J. Cargas expresa como sigue el sentir de personas que anteriormente acostumbraban asistir a la misa: “En mi opinión, la mayor tragedia que han sufrido los cristianos desde la crucifixión es la del holocausto. En el primer suceso, murió Jesús; en el último, podría decirse que murió el cristianismo. . . . ¿Puede uno ser cristiano hoy en vista de los campos de muerte que, por la mayor parte, fueron concebidos, construidos y operados por gente que afirmaba ser cristiana . . .?”

No obstante, hubo un grupo cuya fe no fue destruida. Gracias a su conocimiento de la Biblia, los testigos de Jehová comprendían que Dios no estaba causando la iniquidad que se practicaba en los campos de concentración ni el sufrimiento que ha afligido a la humanidad por siglos. Al contrario, estas cosas entristecen a Dios y prueban que los humanos no pueden dirigir sus propios pasos en independencia de él. (Jer. 10:23; Ecl. 8:9) Él ha prometido en su Palabra que a un tiempo fijo eliminará de sobre la Tierra la iniquidad. También remediará el daño que han sufrido las personas de fe, pues hasta puede levantarlas de nuevo a la vida.—Rev. 21:4; sírvase ver también, en el libro La Felicidad... cómo hallarla, el capítulo: “La iniquidad... ¿por qué la permite Dios?”

LA FE ENTRE LAS MUJERES

Examinemos, por ejemplo, cómo afectaron los campos de concentración a las mujeres.

En su autobiografía Commandant of Auschwitz, Rudolf Hoess hizo el siguiente comentario: “El campo de las mujeres, atestado desde el mismísimo principio, significaba destrucción sicológica para la mayoría de las prisioneras, y esto las conducía tarde o temprano al colapso físico. Desde todo punto de vista, y a todo tiempo, regían las peores condiciones en el campo de las mujeres.”
Claro, las condiciones variaban hasta cierto grado de un campo a otro, y durante diferentes etapas de la guerra. No obstante, Hoess dijo: “Cuando las mujeres habían llegado al punto más bajo, perdían toda resistencia. Tropezaban de aquí para allá como fantasmas, . . . hasta que llegaba el día en que calladamente morían.” Lo que contribuía a esto era la conducta de algunas prisioneras a quienes se había dado autoridad. Según Hoess: “En lo inflexibles, asquerosas, vengativas y depravadas que eran, superaban por mucho a los varones que ocupaban el mismo puesto.”

Pero Hoess agrega: “Presentaban un contraste refrescante con éstas las testigos de Jehová, a quienes se dio el apodo de ‘abejas de la Biblia’ o ‘gusanos de la Biblia.’ Desgraciadamente, estas últimas eran muy pocas.”

¿Cómo resistieron estas testigos de Jehová los horrores de los campos de concentración nazis? ¿Qué efecto tuvieron éstos en la fe de ellas? Información de primera mano se publicó en el libro de 1949 Under Two Dictators (Bajo dos dictadores), por Margarete Buber.

Ella y su esposo eran miembros prominentes del partido comunista alemán a principios de los años treinta. Se les ordenó que fueran a Moscú, y después se les arrestó por “desviaciones políticas.” Aunque Margarete Buber todavía creía en la teoría del comunismo, fue enviada a un campo de concentración en Siberia. Luego fue entregada a los nazis y, por cinco años, sirvió en el infame campo de concentración de mujeres de Ravensbrück.

Durante parte de ese tiempo, sirvió de superiora, prisionera encargada de otras prisioneras en un cuartel. La mayor parte de las que estaban en su cuartel eran testigos de Jehová (Estudiantes de la Biblia). El relato de Margarete Buber proporciona información que procede de una testigo ocular que era prisionera política pero no testigo de Jehová. Su relato tiene la confirmación de Gertrude Poetzinger, testigo de Jehová que fue prisionera en Ravensbrück por más de cuatro años y que sirve hoy con su esposo en la central mundial de los testigos de Jehová en Brooklyn, Nueva York. Lo que sigue es una condensación de porciones del libro, en las propias palabras de Margarete Buber y publicado con su permiso.

BAJO DOS DICTADORES

Toda persona que acaba de llegar a un campo de concentración pasa por un terrible período durante el cual se siente sacudida hasta los tuétanos, prescindiendo de lo fuerte que sea físicamente y de lo tranquilos que tenga los nervios. En Ravensbrück, los sufrimientos de las personas recién llegadas empeoraban con cada año que pasaba, y por eso era entre estas que había el más alto índice de muertes. Según la personalidad de la prisionera, le tomaría semanas, meses, o aun años resignarse a su situación y adaptarse a existir en el campo. Durante este período cambia el carácter de la persona. Su interés en el mundo exterior y en otras prisioneras disminuye gradualmente.

Me parece que no hay nada más desmoralizante que el sufrimiento, el sufrimiento excesivo acompañado de humillación como la que sufren los hombres y las mujeres en los campos de concentración. Cuando se recibía un golpe de un miembro de la SS, una no se atrevía a pagarle con otro. Cuando los de la SS se comportaban de manera tiránica e insultante, una tenía que quedarse callada y nunca contestar. Se habían perdido todos los derechos humanos... todos sin excepción. Una simplemente era un ser viviente con un número que la distinguía de otros seres desgraciados que estaban a su alrededor.

No estoy pensando, cuando digo esto, en aquellas prisioneras que ocupaban algún puesto y podían maltratar a las que estaban al cargo de ellas. Me refiero más bien a las prisioneras comunes. Si parecía que una de ellas había recibido un poco más de alimento, un pedazo de pan ligeramente más grande, una porción de margarina o de salchicha un poquito más abundante, inmediatamente había repugnantes despliegues de ira y resentimiento.

Desde que saltábamos de las literas hasta la hora de pasar lista, cuando teníamos que ponernos en fila afuera, teníamos tres cuartos de hora para lavarnos, vestirnos, poner en orden los armarios y “desayunarnos.” Aun en medio de las mejores circunstancias esto no sería muy fácil, pero ¡imagínese lo que estaba envuelto en hacer esto dentro de una casucha donde además de una misma había otras 100 mujeres, todas corriendo de un lugar a otro, empeñadas en hacer lo mismo! El ambiente estaba lleno de lenguaje malo e insultos.

[Lo susodicho es una descripción parcial de la vida de la autora en Ravensbrück. Pero entonces ella fue nombrada superiora del Cuartel 3, donde en aquel entonces se encontraban las Estudiantes de la Biblia.]

Emprendí mis deberes aquella tarde en el Cuartel 3. El ambiente era muy diferente aquí. Había silencio y se percibía el olor de jabón en polvo, de desinfectante y de sopa de col. Había 270 mujeres sentadas a las mesas. Tan pronto como entré en aquel lugar, una mujer alta y rubia se levantó, me condujo a un asiento y me sirvió un tazón de sopa de col. Yo apenas sabía qué hacer.
Sin importar en qué dirección mirara en las mesas, veía la misma sonrisa en aquellos rostros de gente modesta. Todas las mujeres tenían el cabello atado atrás en forma de moño, y estaban sentadas en perfecto orden y comiendo su alimento como si todas estuvieran controladas por un mismo cordel. Por la mayor parte parecían campesinas, y sus rostros enjutos estaban tostados y arrugados por el sol y el viento. Muchas de ellas habían pasado años en la prisión y en campos de concentración.

Había 275 prisioneras... todas ellas Estudiantes de la Biblia. Todas eran prisioneras ejemplares, y sabían las reglas y los reglamentos del campo de cabo a rabo y los obedecían al pie de la letra. Todos los armarios se parecían, y todos eran modelos de limpieza y orden. Todas las toallas colgaban de las puertas de los vestuarios exactamente de la misma manera conforme al reglamento; todo tazón y plato, toda taza, y así por el estilo, manifestaba limpieza y gran lustre.

Estregaban los taburetes hasta dejarlos inmaculadamente limpios y siempre los colocaban cuidadosamente uno encima del otro cuando no los estaban usando. Quitaban el polvo de todo, hasta de las vigas que cruzaban de un lado a otro la casucha, pues ésta no tenía cielo raso, de modo que al mirar hacia arriba veíamos el techo. Se me dijo que algunos de los supervisores de la SS usaban guantes blancos, y pasaban los dedos por encima de los salientes y de los armarios y que hasta se trepaban sobre las mesas para ver si las vigas estaban sin polvo.

Los excusados y los lavabos también se mantenían limpios. Pero lo culminante de todo este orden y limpieza era los dormitorios, cada uno de los cuales contenía 140 camas. La manera en que estaban construidas las camas aquí era un logro asombroso. Los colchones de pala y las almohadas eran como cajones.

Las frazadas estaban todas dobladas con cuidado exactamente de la misma manera, y eran exactamente del mismo tamaño, y todas estaban dispuestas sobre las camas según el mismísimo patrón. Sobre cada litera había una tarjeta con el nombre y el número de las prisioneras que dormían allí, y en la puerta un plano cuidadosamente dibujado del dormitorio indicaba cada litera y exactamente quien dormía allí, de modo que cualquiera que viniera a inspeccionar pudiera saber inmediatamente dónde estaba cada persona.

Mientras serví de auxiliar a la superiora del cuartel donde estaban las “asociales” pasaba todo el día desempeñado un deber u otro y sintiéndome perturbada por algún nuevo temor. Con las Estudiantes de la Biblia, pasaba una vida muy tranquila. Todo se hacía como por reloj. Por las mañanas, cuando todas estaban empeñadas en hacer sus tareas antes de que se pasara lista, nadie decía una palabra fuerte. En otros cuarteles las superioras del cuartel y sus auxiliares tenían que gritar hasta quedar roncas antes de lograr que las mujeres a su cargo salieran a la intemperie y se pusieran en fila, pero en mi cuartel todo se hacía silenciosamente y sin que yo dijera una palabra, y era lo mismo en todas las demás situaciones... la distribución del alimento, el apagar las luces, y las otras cosas que se hacían en el transcurso de un día en la vida de las prisioneras.

Mi tarea principal con relación a las Estudiantes de la Biblia era hacer que la vida les fuera lo más tolerable posible, para impedir la trapacería del oficial de la SS que estaba a cargo del cuartel.

Nunca hubo robos en el Cuartel 3. No se decían mentiras ni se llevaban cuentos. Cada una de las mujeres no solo era sumamente concienzuda en cuanto a su propia persona, sino que también se consideraba responsable por el bienestar de todo el grupo. No pasó mucho tiempo antes de que ellas se dieran cuenta de que yo era su amiga.

Una vez que se había establecido esta relación y que yo estuve bastante segura de que ninguna de ellas me traicionaría, fueron muchas las cosas que pude hacer por ellas; por ejemplo, me valía de toda clase de pretextos y mañas para que las prisioneras de mayor edad y las que estaban físicamente debilitadas no tuvieran que permanecer de pie por horas mientras se pasaba lista. No podría haber hecho esto en el caso de las asociales, pues las de mayor resistencia entre ellas me habrían denunciado a los de la SS debido al resentimiento que les hubiera provocado el saber que alguna de ellas estuviera siendo favorecida.

Las Estudiantes de la Biblia constituían el único grupo homogéneo entre las prisioneras de Ravensbrück. Cuando llegué al Cuartel 3 yo tenía solo una idea vaporosa de las convicciones religiosas de ellas y de por qué Hitler les tenía mala voluntad. Decir que él les tenía mala voluntad es atenuar la actitud de él para con ellas; él las denunciaba como enemigas del Estado y las perseguía despiadadamente.

A ellas no les tomó mucho tiempo darse cuenta de que era poco probable que yo me convirtiera, pero continuaron mostrándome amabilidad y nunca abandonaron la esperanza de que algún día yo “viera la luz.” Por lo que pude discernir, creían que toda la humanidad, con la excepción de los testigos de Jehová, pronto sería lanzada en oscuridad eterna cuando llegara el fin del mundo. El bien finalmente triunfaría sobre el mal. Nación ya no levantaría espada contra nación, el leopardo se echaría con el cabrito; y el becerro y el leoncillo y el animal bien alimentado estarían juntos, y nadie haría daño ni destruiría en toda Su santa montaña. Además, no habría más muerte, y todos —los sobrevivientes— vivirían en felicidad para siempre, con un gozo que no terminaría.

Esta creencia sencilla y satisfactoria les dio fuerzas y las capacitó para resistir los largos años de vida en el campo de concentración con todas las indignidades y humillaciones acompañantes sin que perdieran su dignidad humana. Se les dio razón para probar, y probaron, que la muerte no las aterraba. Podían morir por sus creencias sin horrorizarse.

Tomaban en serio el sexto mandamiento, y por consiguiente se oponían resueltamente a toda guerra y a toda forma de servicio militar. La constancia que desplegaron al respecto muchos Testigos varones les costó a éstos la vida. Las mujeres de la secta también rehusaban desempeñar todo trabajo que en su opinión tuviera como meta fomentar el esfuerzo bélico.

Su sentido de obligación y de responsabilidad eran inquebrantables; eran industriosas, honradas y obedientes. Las Testigos eran, por decirlo así, “prisioneras voluntarias,” pues todo lo que tenían que hacer para que se les pusiera en libertad inmediatamente era firmar el formulario especial para los Estudiantes de la Biblia que decía: “Declaro en ésta que desde este día en adelante ya no me considero Estudiante de la Biblia y no haré nada para adelantar los intereses de la Asociación Internacional de Estudiantes de la Biblia.”

Los acuosos ojos azules de Koegel me miraban fijamente, sus bien rasuradas mandíbulas se contraían nerviosamente, y entonces él solía decir algo como en gruñido. Entonces yo proseguía con la inspección rutinaria, abriendo una puerta tras otra, y los primeros tres armarios. A medida que nos acercábamos a las prisioneras que estaban legítima y debidamente presentes, yo gruñía: “¡Achtung!,” y ellas se ponían de pie de un salto como muñecas de resorte.

Todos los visitantes, tanto hombres como mujeres, miembros de la SA, de la SS, o cualesquier otras personas invariablemente quedaban impresionados con el brillo del estaño y el aluminio. Koegel por lo general era el único que planteaba preguntas a las prisioneras. “¿Por qué la arrestaron?” e invariablemente la respuesta era: “Porque soy testigo de Jehová.” Esto ponía fin a la interrogación, pues Koegel sabía por experiencia que estas incorregibles Estudiantes de la Biblia nunca perdían una oportunidad que se les diera para demostrar [que eran testigos]. Después de eso los visitantes examinaban el interior de los dormitorios, e invariablemente expresaban admiración, en voz alta, por el orden y la limpieza inmaculada que veían allí.

Aunque la supervisora principal, la señora Langefeld, favorecía y protegía a las “Testigos,” una de las supervisoras principales, una mujer llamada Zimmer, las consideraba una pesadilla. La señora Zimmer no quedaba contenta con nada; ni la cama más ejemplar ganaba su aprobación, y nunca dejaba pasar ninguna oportunidad de insultar a las Testigos y tiranizarlas.

[Para perturbar la paz y la unidad cristiana de las Testigos, las autoridades colocaron a 100 asociales en el cuartel.]
Fue como si los lobos hubieran invadido el rebaño. Las denuncias, el robo y las peleas se hicieron parte de nuestra vida diaria. Las asociales inmediatamente se pusieron a denunciar a las “Testigos” por estudiar la Biblia y considerar asuntos religiosos; las asociales robaban todo lo que estaba al alcance de sus manos; y, puesto que se consideraban representantes de la autoridad, manifestaban un comportamiento en general sumamente agresivo y desafiador. ¡Cómo me entristecía esto! Pero debo dar honra a mis “Testigos” por haber acudido en mi auxilio cuando me hallé en aprietos y por haberme dado apoyo de toda manera posible. Gracias a ellas, logramos pasar los seis meses —el tiempo que duró el castigo— sin tener problema grave alguno.

Hice lo mejor que pude para aislar a las perturbadoras. Mantenía a las “Testigos” en mesas separadas a fin de que pudieran considerar sus asuntos durante las comidas sin correr el peligro de ser denunciadas, y por la noche colocaba a las asociales en las literas de arriba y a las “Testigos” en las de abajo. Pero sucedió que las autoridades —la promovedora principal del ardid fue la señora Zimmer— asignaron a nuestro cuartel a todas las mujeres del campo que eran notorias por orinarse en la cama, de modo que noche tras noche llovía sobre las prisioneras inocentes que ocupaban las literas de abajo.

Un día nuestra vieja enemiga, la señora Zimmer, vino a examinar su obra. Inmediatamente notó que yo había separado a las ovejas de las cabras y se volvió a mí con indignación.

“No se imagine que soy ciega,” declaró. “Sé perfectamente bien que usted resguarda y protege a las promovedoras de la Biblia aquí. No se atreva a separar de los gusanos de la Biblia a las asociales, ¿me oye?”

Pues bien, aquello decidió el asunto; tuve que mezclarlas y esperar que todo marchara bien. Fue entonces cuando Jehová intervino. Las Estudiantes de la Biblia aceptaron a las asociales como si éstas hubieran sido hermanas a quienes ellas no hubieran visto por largo tiempo: ¿Tenían hambre las asociales? ¡Sí, la tenían! ¿Les gustaría tener un pedazo más de pan? ¡Que si les gustaría tenerlo! Y así por el estilo. No supe qué pensar al observar este despliegue de caridad cristiana, pero sí dio resultados. Las asociales se ablandaron ante estas muestras de bondad y amistad, y entonces las Testigos emprendieron una campaña para mostrarles la luz. En poco tiempo hubo una cantidad considerable de asociales —una gitana, una polaca, una judía y una política— que se presentaron en la oficina de la SS para declarar que desde aquel día en adelante querían que se les considerara testigos de Jehová, y pidieron que se les diera el triángulo color violeta para sus mangas. Cuando aquello pareció demasiado, lo que hicieron los de la SS fue gritar y airarse contra las conversas y echarlas de la oficina. Al final, los de la SS se cansaron tanto de aquella situación que sacaron a las asociales de nuestro cuartel y nuevamente tuvimos paz. Yo di un suspiro de alivio, y las “Testigos” celebraron una reunión para dar gracias a Jehová.

LA FE ES PRÁCTICA PARA USTED

Es trágico que cualquiera, por razón alguna, haya tenido que enfrentarse al horror de los campos de concentración nazis. Sin embargo, esto sí ocurrió. ¿Qué podemos aprender de ello?

El relato del libro Under Two Dictators da a conocer la fe que tuvieron aquellas cristianas. Ciertamente no fue una fe de conveniencia. Sin embargo, no podemos dejar de notar que ellas se beneficiaron de manera práctica por demostrar una fe tan fuerte en Dios, mientras aguardaban el tiempo en que Dios eliminaría de sobre la Tierra toda la iniquidad.

Su fe les proporcionó normas. Las ayudó a mantenerse equilibradas, mental y moralmente. La preocupación no les socavó la salud; la desesperanza no les quitó las fuerzas. Así, su fe las ayudó a seguir viviendo de día en día.

El sicólogo Bruno Bettelheim observó directamente a los testigos de Jehová en los campos. Escribió que ellos “no solo mostraron un grado extraordinariamente elevado de dignidad humana y comportamiento moral, sino que parecían estar protegidos contra la misma experiencia del campo que pronto destruyó a personas a quienes mis colegas del sicoanálisis y yo considerábamos bien equilibradas.”—The Informed Heart (bastardillas nuestras).

El autor del libro The Dungeon Democracy agrega: “Eran objeto de mofa para algunos, pero ellos hicieron caso omiso de esto y mantuvieron su dignidad de hombres mientras que los demás, los que les manifestaban desdén, trocaron la suya por la supremacía en la lucha salvaje por la supervivencia.”

Aun si usted nunca experimentara sufrimiento que se aproximara a éste, ¿no le parece que esta clase de fe podría ayudarle? Usted se enfrenta diariamente a problemas y presiones. Pero la fe en Dios le dará una vida de mayor seguridad.

La fe en Dios y en su Palabra también resultará práctica para usted en sus tratos con otras personas. Por ejemplo, si usted vive en conformidad con la fe profunda, otros sin duda le tratarán de manera más justa y con mayor respeto. ¿Parece eso poco probable en el mundo de hoy, que está caracterizado por rivalidad despiadada? Bueno, considere el comentario de Bettelheim en cuanto a los Testigos en el campo: “Aunque eran el único grupo de prisioneros que nunca insultaban ni maltrataban a otros prisioneros (al contrario, por lo general eran muy corteses con los demás prisioneros), los oficiales de la SS los preferían como ordenanzas debido a los hábitos de trabajo, las habilidades y la actitud modesta que desplegaban.”

La situación es similar hoy día. Debido a su fe y al espíritu de Dios, los testigos de Jehová siguen esforzándose por ser amigables, apacibles, honrados y buenos trabajadores. (Gál. 5:23; Rom. 12:16-18, 21; Sant. 3:13; Efe. 4:28) Por lo tanto, a menudo se les tiene en alta estima como empleados. Frecuentemente se les ha hecho bastante fácil hallar empleo y se les retiene cuando se despide a otras personas.

La fe puede resultar práctica de muchas otras maneras también. Puede ayudar a los jóvenes a tener mayor felicidad, pues puede dar mayor significado a su vida. Es práctica con relación a la vida de familia y asuntos que tienen que ver con las relaciones sexuales. Puede ayudar a uno a tener mejor salud y una vida más larga.

Pero lo que muchos tal vez consideren como la prueba máxima de que la fe es verdaderamente práctica se saca a relucir en Hebreos 11:6. Allí el apóstol Pablo escribe lo siguiente: “Sin fe es imposible agradarle bien [a Dios], porque el que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que viene a ser remunerador de los que le buscan encarecidamente.”

Impulsados por la fe, millones de testigos de Jehová anhelan la recompensa que Dios ha prometido: vida en la Tierra bajo condiciones de paz, justicia y felicidad. (2 Ped. 3:13) Instamos al lector a que, mediante los Testigos, se informe más acerca de esa recompensa y acerca de cómo la fe puede ser práctica en su propia vida ahora y para siempre.

  • Las “asociales” eran rameras, vagabundas, carteristas, alcohólicas y otras “personas inútiles.”
  • Gertrude Poetzinger en 1944 estuvo entre las 275 testigos de Jehová aprisionadas en Ravensbrück.

Articulo de la revista La Atalaya de 01 de Noviembre de 1981. Publicada por los testigos de Jehová. Pueden descargarse mas articulos de la pagina oficial en formatos pdf para su lectura, asi como mp3 y aac en audio.