Una campaña de predicación de celda en celda
El proselitismo estaba
prohibido en el penal. Pero yo estaba autorizado a pasar por las celdas
distribuyendo la comida. Sentía el impulso de compartir con otros esa
sensación de libertad que yo experimentaba. (Juan 8:32.) De modo que, o
bien al barrer o al distribuir las comidas, metía revistas por debajo de
las pesadas puertas metálicas. Hasta llevaba un registro de cada celda
para saber qué número de las revistas había dejado. Mis días amables
habían comenzado.
De aquel penal pasé a varios más, y fui conducido a
uno en París. Allí me retuvieron durante una corta temporada bajo
observación, con el objeto de determinar mi grado de peligrosidad. Como
me esperaba un nuevo destino, solicité el penal de Eysses, al sudoeste
de Francia. Había oído decir que allí se hallaban unos Testigos.
En
efecto, había un hermano; sin embargo, en los tres años que estuve en
aquel penal, nunca pudimos coincidir. Él estaba en una zona a la que yo
no tenía acceso. De modo que organicé mi actividad como pude. Empecé a
distribuir revistas en la prisión y di comienzo a varios estudios
bíblicos. Hasta pude conducir un estudio de La Atalaya cada domingo con
dos de los reclusos. Con el tiempo, inicié tres estudios bíblicos: uno
con un francés, otro con un español y un tercero con un marroquí.
Pruebas de neutralidad en la prisión
En
cualquier prisión, el espíritu solidario es parte de la ética del
recluso. Hay momentos en que los antecedentes, raza o nacionalidad
desaparecen y cada recluso se ve atado al mismo “cordón umbilical”,
unido a una “placenta” común: la cárcel. Es como si por el “rito de
iniciación” del delito, uno fuese investido miembro de la “orden del
recluso”.
Esta comunión de intereses obligaba a participar en
amotinamientos —incendiar la celda, agresiones y huelgas— siempre que la
“voluntad popular” del recluso lo decidiera. Pero yo había roto con “la
orden”. Tenía que permanecer neutral y no envolverme en las acciones de
los otros reclusos.
Sufrí algunas represalias por mi neutralidad. En
tres ocasiones me golpearon, una vez vaciaron un cubo de agua sobre mi
cama, recibí amenazas de muerte. Pero estaba extrañado: ¡eso era lo
mínimo que podía ocurrir! Otros habían sido apuñalados o habían recibido
fuertes palizas por negarse a tomar parte en sublevaciones comunes.
¿Cómo es que a mí no me había pasado prácticamente nada? Con el tiempo
supe que había tenido un protector. ¿Cómo así?
En el traslado de
París a la prisión de Eysses, yo había dado testimonio a un preso que
iba de conducción conmigo. Él era un recluso de gran influencia, un
mafioso. Empezamos un estudio bíblico. El mensaje del Reino lo había
impresionado, pero no como para cambiar su vida; de modo que, más tarde,
descontinuó el estudio. Sin embargo, ¡él se hizo mi protector! Cuando
los presos decidían alguna manifestación, intervenía en mi defensa,
advirtiéndoles que me dejaran tranquilo. Pero luego, fue trasladado a
otro penal.
Por aquellos días se planeaba un nuevo amotinamiento. Se
proponían incendiar el penal. En esta ocasión, pedí ser encerrado en una
celda de aislamiento para evitar posibles represalias. Llevaba nueve
días incomunicado cuando, al décimo, se desató un alboroto general que
culminó en un incendio. El destrozo fue total, y tuvieron que intervenir
fuerzas especiales de seguridad. Afortunadamente, no sufrí ningún daño
físico.
Lo más sobresaliente para mí es que pude, pese a todo,
organizar campañas de predicación en la prisión. Para poder
repartir unos tratados que yo mismo había mecanografiado, hablé con los
reclusos responsables de cada patio con el fin de que ellos los
distribuyeran en sus respectivas zonas, a las que yo no tenía acceso.
Bautismo y libertad definitiva
Los
hermanos de la congregación francesa local me visitaban regularmente.
En su momento, les manifesté mi deseo de bautizarme. Pero, ¿cómo lo
haríamos? En la prisión no había posibilidades. ¿Me dejarían salir para
algo así? La idea parecía quimérica. Se iba a celebrar una asamblea de
circuito en Rodez, una ciudad que quedaba cerca del penal. Me armé de
valor y pedí permiso para asistir.
Contra todo pronóstico, me
concedieron un permiso de tres días, e iría acompañado únicamente por
los hermanos de la congregación local. Algunos funcionarios de la
prisión se opusieron a esta decisión. Estaban convencidos de que si me
dejaban salir, no regresaría. Pero el permiso ya era oficial.
El 18
de mayo de 1975 simbolicé mi dedicación a Dios por bautismo en agua.
¡Ahora sí estaba verdaderamente libre! Naturalmente, aunque para el
asombro de los que se habían opuesto a dejarme salir, regresé al penal.
Después de aquello, me otorgaron otros dos permisos de hasta seis días
cada uno. Los aproveché para predicar y reunirme con los hermanos. ¡Qué
sensación de verdadera libertad!
En enero de 1976, gracias a una
reducción de tres años de condena por buena conducta, salí
definitivamente en libertad. Por fin crucé la frontera franco-española.
Atrás habían quedado cinco años muy intensos de mi vida. Al llegar a
Barcelona, inmediatamente me puse en contacto con una congregación de
testigos de Jehová. ¡Cómo ansiaba disfrutar de condiciones de vida más
normales!
La verdadera manera de reformarse
Hoy estoy casado.
Tenemos dos hijos y una hija, y disfruto de algo que no había podido
saborear en mi niñez: una vida de familia unida y feliz. Reconozco que
Jehová ha sido misericordioso conmigo en gran manera. Cuando leo en el
Salmo 103, versículos 8 al 14, que Él ‘no ha traído sobre nosotros,
conforme a nuestros pecados, lo que merecemos, porque su bondad amorosa
es superior’, comprendo que solo un Dios de amor puede restaurar este
deteriorado sistema de cosas.
Por mi experiencia, he descubierto que
las cárceles no tienen, ni podrán tener jamás, el poder de reformar. Ese
poder procede de una fuerza y motivación interior que actúa sobre la
mente. (Efesios 4:23.) Son muchos los que en prisión se envilecen aún
más y, cuando la abandonan, salen con daños morales y emocionales casi
irreversibles.
Pero, felizmente, en mi caso aquellos infranqueables
muros de prisión se habían desmoronado mucho antes de mi puesta en
libertad. Porque no hay nada que pueda fijar límites, sujetar o encerrar
la verdad de la Palabra de Dios. Lo sé, porque ¡yo logré mi libertad en
prisión!
Narrado por Enrique Barber González.
Experiencia relatada en la revista "¡Despertad! del 22 de Septiembre de 1987, publicada por los Testigos de Jehová. Lea la siguiente noticia relacionada: "Armenia libera a todos los testigos de Jehová que quedaban en prisión"
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jueves, 9 de enero de 2014
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