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jueves, 24 de octubre de 2013

Dejé la iglesia, dejé de fumar, dejé el negocio

Edward George explica por qué

LA MAYOR parte de mi vida fui presbiteriano. Comencé a asistir a la iglesia cuando tenía cuatro años de edad. Llegué a ser diácono. Enseñé en la escuela dominical por quince años. Canté como parte del coro. Estaba muy envuelto en actividades religiosas. Entonces, dejé la iglesia.

El año era 1943. Se estaba peleando la II Guerra Mundial. Yo tenía unos veinte años de edad cuando me alisté en la Fuerza Aérea y comencé a fumar. Fumé por treinta años, llegué a fumar entre tres cajetillas y media y cuatro cajetillas de cigarrillos al día. Entonces, dejé de fumar.

Mi padre inició un negocio tabacalero hace más de cincuenta años. Treinta años después me hice su socio. Era un negocio muy lucrativo
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pues hacía de tres a cuatro millones de dólares en ventas al año. Cuando él murió, me convertí en el único dueño y administré el negocio por varios años. Entonces, dejé el negocio.

Dejé la iglesia y el negocio, además de dejar de fumar, no porque fuera una persona que abandona fácilmente lo que ha iniciado, sino porque comencé otra cosa. Empecé a estudiar la Biblia.

Muchas cosas, sin embargo, me llevaron a dejar todo eso. El hábito de fumar comenzó cuando me alisté en la Fuerza Aérea. Yo era muy patriótico. Fui jefe de exploradores por tres años y medio. Y también la iglesia era muy patriótica. Daba reconocimiento especial a los que estaban en el servicio militar. Ponían el nombre de uno dentro de una estrella en lo alto de un tablero grande para que todos lo vieran.

Mi nombre estuvo allí por tres años. Fui eviado al extranjero en 1944. Se requería que efectuáramos cincuenta incursiones aéreas. Me hallaba efectuando mi incursión número cuarenta y seis cuando fui derribado sobre la Selva Negra, en Alemania. Estaba volando en un B-24, bombardero de cuatro motores. La tripulación se componía de diez hombres y yo era el piloto.

Apenas escapamos en muchísimas ocasiones. En cierta incursión de bombardeo, dos motores quedaron averiados y tuve que hacer un aterrizaje forzoso en Córcega. Permanecimos ahí hasta que nuestro avión fue reparado. La artillería antiaérea era el mayor peligro al que nos enfrentábamos. Muy pocas veces nos atacaron aviones de caza. Los alemanes tenían muchos de éstos, pero no tenían el carburante para ponerlos a volar... los bombarderos estadounidenses habían ocasionado grandes daños a los campos petrolíferos alemanes.

No obstante, había un hecho aterrador: los alemanes fueron los primeros en perfeccionar los aviones de caza de reacción. ¡Era impresionante ver estos aviones pasarnos por el lado tan rápido como un rayo! Afortunadamente tenían una autonomía de vuelo de solo unos quince minutos... solo lo suficiente como para subir rápidamente una vez y tratar de atacarnos, y luego aterrizar nuevamente.

Como dije antes, la artillería antiaérea era el problema más grande que teníamos. Volábamos entre los seis mil y los siete mil setecientos metros de altura, y ellos, mediante el radar, sabían exactamente nuestra posición... ¡qué desconcertante! El fuego antiaéreo consistía en proyectiles —de 88 ó 105 milímetros— que tenían una espoleta con mecanismo de relojería. Una vez que un proyectil de esa clase llegaba a cierta altura y explotaba, esparcía la metralla en todas direcciones. Si uno de esos proyectiles explotaba cerca del avión donde uno iba, causaba graves daños o hasta podía derribar el avión.

Eso fue lo que ocurrió en nuestra incursión aérea número cuarenta y seis. Un proyectil atravesó un ala del avión, donde estaba el tanque de combustible, pero explotó por encima del avión donde íbamos. Si hubiera explotado al hacer impacto con el ala, no estuviera contando esta anécdota.

Durante la guerra yo asistía a los servicios nocturnos que conducían los capellanes. Estos servían más de siquiatras que de clérigos. Sin embargo, yo buscaba consuelo en la religión; y nunca sabía si regresaría o no de mi siguiente incursión.

Y no regresé a la base después de aquella incursión número cuarenta y seis. El proyectil había alcanzado el tanque de combustible del avión y había averiado uno de los motores. Esto ocurrió sobre la zona donde está la frontera entre Checoslovaquia y Alemania, la cual no está muy lejos de la frontera rusa. Poco después di esta orden: “¡Bien, abran las compuertas del compartimiento de bombas, vayan por el pasillo y salten!”. Siete hombres saltaron. Tres permanecimos dentro del avión.

Ahora volábamos sobre la línea de batalla ruso-alemana; allá abajo la lucha era encarnizada y el avión había sufrido graves daños. Todo quedó inutilizado. Comenzamos a descender rápidamente en espiral. Los controles no respondían, el tren de aterrizaje no funcionaba, y a medida que descendíamos, el avión fue enderezándose, dio contra el suelo y se deslizó hasta detenerse por completo. Mientras el avión estallaba en llamas, nosotros saltamos del avión por la escotilla superior.

Los alemanes me tomaron prisionero. En mi caso, la guerra había terminado. Fui prisionero de guerra por seis meses, y luego los rusos me liberaron. Después de terminar mi período de servicio militar en la Fuerza Aérea, regresé a Jacksonville, Florida. Eso fue en 1946.

Mi familia y la familia Belloit vivían en Jacksonville. Durante la guerra ambas familias habían llegado a asociarse una con la otra. Después de la guerra conocí a Yvonne Belloit y nos casamos. Algunos miembros de su familia eran testigos de Jehová, pero ella no se había bautizado como tal. Me asociaba con su familia, pero le decía a Yvonne que les impidiera que me hablaran de su religión.

Continué participando en las actividades de la Iglesia Presbiteriana; Yvonne continuó asociándose con los Testigos. No reñíamos por cuestiones religiosas, pero con el tiempo Yvonne comenzó a alejarse de los Testigos. Dejó de estudiar con ellos, se hizo muy mundana, empezó a celebrar las Navidades, el Día de Acción de Gracias, el Día de Año Nuevo y otros días feriados, y hasta se envolvió en la política.

Durante esos años oí muy poco acerca de los Testigos. Entonces, uno de ellos hizo cierto trabajo para mí y también para uno de mis amigos, el Dr. Ivy. El hombre habló con el Dr. Ivy sobre la venidera batalla de Armagedón. El médico conocía a Yvonne desde la infancia, así que la llamó y le preguntó: “Yvonne, a ti te criaron como Testigo. ¿Por qué no me habías hablado del Armagedón?”.

“Llamaré a mi hermano Don”, dijo ella, “y le hablaré para que él le explique.” El resultado fue que el Dr. Ivy y su esposa e Yvonne y yo comenzamos a estudiar la Biblia con los testigos de Jehová, y Don Belloit conducía el estudio.

De modo que así comenzó todo, y para ese tiempo estaba dispuesto a escuchar. Me estaban comenzando a desagradar algunas de las cosas que sucedían en la iglesia a la que yo asistía. Era diácono, y parte de mi trabajo era solicitar promesas de dinero. Eso no me gustaba.

Veía a personas que no sabían cómo conseguirían el alimento para su próxima comida, y allí estaba yo pidiéndoles dinero.

Pagábamos a nuestro ministro 12.000 dólares anuales, y en aquel tiempo esa cantidad sobrepasaba lo que ganaba casi cualquiera de nosotros en la congregación. Uno de los diáconos, indignado por ello, dijo: “¿Por qué es que estos predicadores reciben siempre el llamamiento a una iglesia más grande? Nunca reciben el llamamiento a una más pequeña. ¡Siempre es a una iglesia más grande y a un salario mayor!”.

La doctrina eclesiástica también empezó a molestarme. Solíamos recibir el Presbyterian Survey, y ahí se publicó un artículo extenso sobre el infierno de fuego, el cual declaraba que éste era un lugar de tormento eterno para los inicuos. Yo sabía que eso no era cierto, que el alma no era inmortal, sino que:

cuando la gente moría dejaba de existir por completo. Si alguna vez llegaran a vivir de nuevo, tendría que ser mediante la resurrección.


¡Miren! Todas las almas... a mí me pertenecen. Como el alma del padre, así igualmente el alma del hijo... a mí me pertenecen. El alma que peca... ella misma morirá. (Ezequiel 18:4, 20)

Porque los vivos tienen conciencia de que morirán; pero en cuanto a los muertos, ellos no tienen conciencia de nada en absoluto, ni tienen ya más salario, porque el recuerdo de ellos se ha olvidado.

Todo lo que tu mano halle que hacer, hazlo con tu mismo poder, porque no hay trabajo ni formación de proyectos ni conocimiento ni sabiduría en el Seol, el lugar adonde vas (Eclesiastés 9:5, 10)

Porque el salario que el pecado paga es muerte, pero el don que Dios da es vida eterna por Cristo Jesús nuestro Señor (Romanos 6:23)

No se maravillen de esto, porque viene la hora en que todos los que están en las tumbas conmemorativas oirán su voz y saldrán, los que hicieron cosas buenas a una resurrección de vida, los que practicaron cosas viles a una resurrección de juicio (Juan 5:28 y 29)


Bueno, de todos modos, había empezado a estudiar la Biblia, y así fue como comencé a dejar las cosas que mencioné al principio. En primer lugar, dejé de asociarme con la Iglesia Presbiteriana.

Don Belloit había venido fielmente a nuestra casa cada semana durante cuatro o cinco años, y en cada ocasión estudiábamos por tres horas. Habíamos examinado a fondo varios libros, junto con la Biblia... él siempre lo apoyaba todo con la Biblia. Además, Yvonne y yo habíamos empezado a ir al Salón del Reino para asociarnos con la congregación de Testigos que se reunía allí.

Me impresionó la sinceridad y la amabilidad de ellos. Cierta noche ellos expulsaron a un Testigo que había cometido un pecado grave, y me dije a mí mismo: “Los presbiterianos, con quienes me asociaba, nunca harían eso”.

Los Testigos se esfuerzan vigorosamente por mantener moralmente limpias sus congregaciones.

Para ese tiempo estaba listo para dedicar mi vida a Jehová y bautizarme. Todavía fumaba, pero me las arreglaba para sólo fumar dos o tres cigarrillos durante el estudio. Sabía que los Testigos desaprobaban el hábito, pero aún no lo habían prohibido. Entonces, precisamente cuando quería bautizarme, ¡hubo un cambio en las normas y se prohibió del todo el fumar!

¡Imagínese cómo me sentí! Claro, el fumar era perjudicial para mi salud. Sabía eso. Había sido un fumador empedernido por varias décadas, y todas las mañanas, al levantarme de la cama, tosía durante una hora y media. Pero con el transcurso de los años había hecho esfuerzos vigorosos por dejar de fumar... por lo menos ocho o diez intentos, y vez tras vez fracasaba.

De todas maneras, me resolví a tratar una vez más. Esta vez la motivación era más poderosa. Ahora había llegado a conocer a Jehová.

Ahora había meditado en las palabras de Jesús: ‘Ama a Jehová con todo tu corazón’ y —algo que aplica especialmente al hábito de fumar— ‘ama a tu prójimo como a ti mismo’. (Mateo 22:37-39)

Durante mis cuarenta y cinco años en una religión ortodoxa nunca se me había enseñado a amar de ese modo a mi prójimo como a mí mismo.

Así que esta vez tenía que apoyarme en una fuerza de índole espiritual para luchar contra mi vicio. Pedía ayuda a Jehová en oración. Mi familia también oraba a Dios para que me ayudara a ganar la pelea.
  
Cierta noche me conmoví profundamente cuando oí a mi hija de cuatro años de edad, Kelly, orando a Jehová y diciendo: “Por favor, ayuda a papá a dejar de fumar”.

Fijé una fecha límite para dejar el hábito. En 1975 los testigos de Jehová iban a celebrar una asamblea grande. ¡La noche antes de la asamblea fumaría mi último cigarrillo! Durante los dos meses que precedieron a esa fecha estuve fumando más que nunca: cuatro cajetillas y media de cigarrillos diarias. Eso no era prudente, pero supongo que era una última especie de juerga, una despedida, un final sicológico. La noche antes de la asamblea de 1975 terminé mi último cigarrillo. No he encendido otro desde entonces.

No he recaído. Nunca volvería a ello. Pero el ansia de fumar vuelve, aun siete años más tarde. Si alguien dice que el fumar no envicia, ¡no le crean! Durante el primer año, todas las noches soñaba que estaba fumando. Incluso ahora tengo sueños de esa clase de vez en cuando. Llevo conmigo en el automóvil una bolsa de dulces de menta para tomar uno cada vez que siento un vivo deseo de fumar.

Aunque parezca extraño, cuando siento tal deseo, éste es precisamente tan fuerte como en el día en que dejé el hábito, pero afortunadamente solo dura unos cuantos segundos. Tengo que luchar constantemente, pero gracias a la bondad inmerecida de Jehová he ganado la guerra.

Luego me enfrenté al tercer desafío: Si para el cristiano es incorrecto fumar, ¿no sería incorrecto también proporcionar a otros tabaco para fumar? ¿Debería vender mi lucrativo negocio tabacalero? ¿Tendría que hacerlo?
 
Había conocido a algunos Testigos que habían dejado sus empleos por considerarlos impropios para cristianos... empleos que pagaban diez o quince mil dólares al año. Pero mi negocio tabacalero recaudaba en bruto varios millones de dólares al año.


Yo pagaba entre 100.000 y 110.000 dólares mensuales en impuestos estatales sobre las ventas.

En la industria tabacalera yo era el intermediario. Los grandes fabricantes compraban el tabaco a los granjeros, lo curaban, preparaban el producto final y lo empacaban. Entonces yo les compraba la mercancía y la vendía a los detallistas. La magnitud de la industria tabacalera es asombrosa. No solo se producen cigarrillos, sino también cigarros, tabaco de pipa, tabaco de mascar y tabaco en polvo. La mayoría de la gente no se da cuenta, pero el tabaco en polvo, por sí solo, es un negocio de grandes proporciones. Yo vendía toneladas de éste. Y en esta industria no hay recesión. De hecho: 

cuando azota algún período de dificultades, la gente se preocupa y fuma más que nunca antes. De modo que, ¿qué haría con mi compañía tabacalera?

Decidí venderla, y la vendí. Las duras pruebas de dejar aquellas tres cosas incorrectas habían terminado.

¡Todo eso había sucedido tan solo por tener un estudio bíblico con los testigos cristianos de Jehová! El punto culminante de aquel estudio llegó en 1975, cuando los cuatro estudiantes, el Dr. Ivy y su esposa e Yvonne y yo, nos bautizamos en una asamblea de los testigos de Jehová.


Articulo publicado en la revista ¡Despertad! del 08 de Enero de 1983, editada por los Testigos de  Jehová; para complementar la información pueden descargarse temas Biblicos en audio y pdf de la pagina oficial

Se mantuvo vigilante y esperó con confianza (Elías) final/3

Ejemplos de fe

ELÍAS ansiaba estar a solas para orar a su Padre celestial. Sin embargo, la muchedumbre que lo rodeaba acababa de verlo pedir que bajara fuego del cielo, por lo que probablemente muchos tratarían de congraciarse con él. Pero antes de ascender a las cumbres del monte Carmelo —siempre azotadas por el viento— y orar allí en privado, Elías debía encararse a la desagradable tarea de hablar con el rey Acab.

Por un lado, Acab, vestido con sus prendas reales, era un apóstata avaricioso y sin fuerza de voluntad. Por otra parte, Elías, con su atuendo oficial de profeta —posiblemente una sencilla y tosca prenda confeccionada con piel animal o con pelo de camello o de cabra—, era un hombre de fe, valiente e íntegro. El día que estaba a punto de concluir había revelado la clase de hombre que era cada uno de ellos.

Había sido un día nefasto para Acab y los demás adoradores de Baal. Se había asestado un golpe devastador a la religión pagana que Acab y su esposa, la reina Jezabel, promovían en el reino de diez tribus de Israel. Baal había resultado ser un fraude. Aquel dios inerte había sido incapaz de encender un simple fuego en respuesta a las súplicas desesperadas, las danzas y el ritual sangriento de sus profetas. Tampoco había podido librar a aquellos 450 hombres de una ejecución bien merecida.

Pero este dios falso había fallado en algo más, y ese fracaso estaba a punto de evidenciarse por completo. Por más de tres años, sus profetas le habían implorado que pusiera fin a la sequía que padecía el país, pero Baal no había podido. Sin embargo, Jehová no tardaría en demostrar su supremacía al hacer que lloviera (1 Reyes 16:30–17:1; 18:1-40).

Pero ¿cuándo intervendría Jehová? ¿Qué haría Elías entretanto? ¿Y qué podemos aprender nosotros de este hombre de fe? Veamos las respuestas mientras analizamos el relato de 1 Reyes 18:41-46.

Un hombre de oración

Elías se dirigió a Acab y le dijo: “Sube, come y bebe; porque hay el sonido de la ruidosa agitación de un aguacero” (versículo 41). ¿Había aprendido algo este perverso rey de todo lo ocurrido aquel día? El relato no da detalles al respecto, pero no encontramos palabras de arrepentimiento ni ninguna petición al profeta para que intercediera ante Jehová a fin de obtener su perdón. No, Acab simplemente “procedió a subir a comer y beber” (versículo 42). Pero ¿qué hay de Elías?

“En cuanto a Elías, subió a la cima del Carmelo y empezó a agazaparse a tierra y a mantener su rostro puesto entre las rodillas.” Mientras que Acab se preocupaba de llenar su estómago, Elías aprovechó la oportunidad para orar a su Padre.

Llama la atención la humilde postura que adoptó el profeta: arrodillado con la cabeza tan agachada que el rostro quedaba cerca de las rodillas. ¿Qué estaba pidiendo? No hace falta que lo adivinemos, pues la Biblia dice en Santiago 5:18 que Elías oró para que se acabara la sequía, y todo indica que el profeta elevó dicha oración cuando se hallaba en la cima del monte Carmelo.

Elías sabía que Jehová había dicho: “Estoy resuelto a dar lluvia sobre la superficie del suelo” (1 Reyes 18:1). Por lo tanto, lo que pidió fue que se efectuara la voluntad de su Padre, lo mismo que Jesús enseñaría a sus discípulos a pedir en oración unos mil años más tarde (Mateo 6:9, 10).

El ejemplo de Elías nos enseña mucho sobre la oración. Lo principal para él era que se cumpliera la voluntad de su Padre celestial.

Del mismo modo, nosotros al orar debemos recordar las siguientes palabras: “No importa qué sea lo que pidamos conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14).

Obviamente, debemos conocer cuál es la voluntad de Dios para que nuestras oraciones le agraden, y esa es una buena razón para adoptar la costumbre de estudiar la Biblia todos los días. Además, es probable que Elías orara por el fin de la sequía al ver todo lo que sus compatriotas estaban sufriendo. Y es posible que también expresara su agradecimiento después de presenciar el milagro que Jehová había efectuado aquel mismo día.

En nuestro caso, la preocupación por el bienestar de los demás y la gratitud sincera también deberían caracterizar nuestras oraciones (2 Corintios 1:11; Filipenses 4:6).


Con plena confianza y actitud vigilante

Si bien Elías estaba seguro de que Jehová terminaría con la sequía, de lo que no estaba seguro era de cuándo lo haría. ¿Qué hizo el profeta mientras tanto? Regresemos al relato de 1 Reyes 18:41-46 y notemos lo que dice el versículo 43: “[Elías le] dijo a su servidor: ‘Sube, por favor. Mira en dirección al mar’. Él subió, pues, y miró, y entonces dijo: ‘No hay nada absolutamente’. Y él pasó a decir: ‘Vuelve’, siete veces”.

El ejemplo de Elías nos enseña por lo menos dos lecciones: que tenemos que confiar en Jehová y que debemos mantener una actitud vigilante.

Hablemos de la primera lección. Elías anhelaba ver cualquier evidencia de que Jehová iba a actuar, así que mandó a su ayudante a un lugar alto para buscar en el horizonte alguna señal de lluvia inminente. Cada vez que regresaba, su siervo le repetía sin entusiasmo: “No hay nada absolutamente”. El horizonte se veía claro, y el cielo, despejado. Pero ¿nota usted algo extraño en el relato? Recuerde lo que Elías le acababa de decir al rey: “Hay el sonido de la ruidosa agitación de un aguacero”. Pues bien, ¿cómo podía afirmar tal cosa cuando no se veía ni una sola nube?

Elías sabía lo que Jehová había prometido. Y como su profeta y representante, tenía la seguridad de que cumpliría su palabra. Tanta confianza tenía en él, que era como si ya escuchara el aguacero.

Puede que esto nos recuerde lo que la Biblia dice de Moisés: “Continuó constante como si viera a Aquel que es invisible”. ¿Es Dios así de real para usted? Él nos ha dado razones de sobra para tener esa clase de fe en él y en sus promesas (Hebreos 11:1, 27).

Ahora fíjese en la actitud vigilante de Elías. El profeta envió a su servidor, no una vez ni dos, sino siete veces. Podemos imaginarnos que el siervo se iría cansando de tanto ir y venir. Pero Elías siguió esperando con anhelo una señal sin darse por vencido. Por fin, después del séptimo viaje, el ayudante le informó: “¡Mira! Hay una nubecilla como la palma de la mano de un hombre, que viene ascendiendo del mar” (versículo 44).

¿Se imagina al servidor con su brazo extendido, indicando con la mano el tamaño de la nubecilla que ascendía sobre el horizonte del mar Grande? Puede que el siervo no estuviera demasiado impresionado, pero para Elías aquella nube era importantísima. A continuación le dio a su ayudante instrucciones urgentes: “Sube, di a Acab: ‘¡Engancha el carro! ¡Y baja para que no te detenga el aguacero!’”.

Nosotros también vivimos en una época en la que Dios pronto actuará para cumplir su propósito. Elías tuvo que esperar el fin de una sequía, y hoy los siervos de Dios esperamos el fin del corrupto sistema de cosas mundial (1 Juan 2:17).

Hasta que llegue el momento en que Jehová intervenga, tenemos que permanecer vigilantes como Elías.

Jesús, el Hijo de Dios, advirtió a sus seguidores: “Manténganse alerta, pues, porque no saben en qué día viene su Señor” (Mateo 24:42). ¿Quiso decir que sus discípulos no tendrían ninguna idea de cuándo vendría el fin? Pues no, porque él habló sobre cómo sería el mundo en sus últimos días. Además, a todos se nos brinda la oportunidad de aprender sobre los numerosos aspectos de la señal de “la conclusión del sistema de cosas” (Mateo 24:3-7).

Cada uno de los aspectos de esta señal nos suministra pruebas claras y convincentes. ¿Son suficientes estas pruebas para impulsarnos a actuar con urgencia? Bueno, una nubecilla en el horizonte fue suficiente para convencer a Elías de que Jehová estaba a punto de intervenir. ¿Quedaría decepcionado aquel fiel profeta?

Jehová alivia y bendice

El relato sigue diciendo: “Mientras tanto aconteció que los cielos mismos se oscurecieron con nubes y viento, y empezó a haber un gran aguacero. Y Acab siguió adelante montado en su carro, y se encaminó a Jezreel” (versículo 45). Los hechos se sucedieron con extraordinaria rapidez. Mientras el ayudante de Elías entregaba el mensaje del profeta a Acab, aquella pequeña nube se convirtió en muchas, cubriendo y oscureciendo el cielo, y un fuerte viento empezó a soplar.

Después de tres años y medio, por fin llovió sobre el suelo de Israel. La reseca tierra absorbió el agua. A medida que la lluvia se convertía en un aguacero, el río Cisón crecía, limpiando la sangre de los profetas de Baal allí degollados. Y a los israelitas descarriados también se les brindó la oportunidad de limpiarse de la terrible mancha que la adoración de Baal había dejado sobre la nación.

De seguro, eso era lo que Elías esperaba que hicieran. ¿Se arrepentiría Acab y se apartaría de la contaminación del culto a Baal? Los sucesos de aquel día le habían dado razones de sobra para efectuar tales cambios. No podemos saber lo que pasaba por la cabeza de Acab en aquel momento, pues el relato solo indica que el rey “siguió adelante montado en su carro, y se encaminó a Jezreel”. ¿Había aprendido algo? ¿Estaba decidido a cambiar su vida? Lo que ocurrió más tarde nos da a entender que no. Pero el día aún no había terminado para él... ni para Elías.

Acto seguido, el profeta de Jehová tomó el mismo camino que Acab. Por delante tenía un largo trayecto, bajo los negros nubarrones y la intensa lluvia; pero entonces, algo insólito ocurrió.

“La misma mano de Jehová resultó estar sobre Elías, de modo que él se ciñó las caderas y se fue corriendo delante de Acab todo el camino hasta Jezreel.” (Versículo 46.) Obviamente, la “mano de Jehová” estuvo sobre Elías de un modo sobrenatural. Jezreel se encontraba a unos 30 kilómetros (20 millas), y Elías no era precisamente un muchachito. Imagíneselo ciñéndose sus largas prendas, anudándolas a sus caderas para que sus piernas pudieran moverse con libertad, y entonces corriendo por aquel camino empapado por la lluvia, corriendo tan rápido que alcanzó, adelantó y dejó atrás el carro del rey.

¡Qué bendición para Elías! Debió ser una experiencia emocionante tener tanta fuerza, vitalidad y resistencia, tal vez hasta más que en su juventud. Sin duda, mientras corría por aquel camino mojado,

Elías sabía que contaba con la aprobación de su Padre, el único Dios verdadero, Jehová. Lo que ocurrió quizás nos traiga a la memoria las profecías que aseguran que los siervos fieles de Dios disfrutarán de vigor y salud perfecta en el futuro Paraíso terrestre (Isaías 35:6; Lucas 23:43).

Dios anhela darles muchas bendiciones a sus siervos, y vale la pena que hagamos todo lo posible por obtenerlas. Al igual que Elías, debemos mantenernos vigilantes y dar la importancia debida a las pruebas contundentes de que Jehová va a actuar en estos tiempos tan peligrosos y apremiantes.

Y como aquel fiel profeta, hacemos bien en cifrar toda nuestra confianza en las promesas de Jehová, “el Dios de la verdad” (Salmo 31:5).


¿Cuánto duró la sequía?


Elías, el profeta de Jehová, le dijo al rey Acab que aquella larga sequía pronto iba a terminar. Esto ocurrió “al tercer año”, contando evidentemente desde el día que Elías había anunciado la sequía (1 Reyes 18:1). Y Jehová hizo que lloviera poco después de que Elías dijera que así ocurriría. Debido a ello, quizás algunos concluyan que la sequía terminó en el transcurso del tercer año y que, por tanto, debió durar menos de tres años. Sin embargo, tanto Jesús como Santiago afirmaron que la sequía se prolongó por “tres años y seis meses” (Lucas 4:25; Santiago 5:17). ¿Se trata de una contradicción?

No, en absoluto. Tengamos en cuenta que la temporada seca en el antiguo Israel era bastante larga, hasta de seis meses. De seguro Elías le anunció a Acab la sequía cuando la temporada seca ya era excepcionalmente larga e intensa. En realidad, había empezado casi medio año antes. Así que cuando Elías proclamó su fin “al tercer año” desde su anterior anuncio, llevaba sin llover casi tres años y medio. Cuando todo el pueblo se reunió para ser testigo de la gran prueba en el monte Carmelo, ya habían trascurrido los “tres años y seis meses”.
 
Piense en la ocasión en que Elías le anunció al rey Acab la sequía. La gente creía que Baal era “el jinete de las nubes”, el dios que traería la lluvia al final de la temporada seca. Como esta ya había durado más de lo normal, es probable que la gente se preguntara: “¿Dónde está Baal y cuándo traerá la lluvia?”. El anuncio de Elías de que ni caería lluvia ni rocío hasta que él dijera lo contrario debió ser un tremendo golpe para aquellos adoradores de Baal (1 Reyes 17:1).

Articulo de La Atalaya del 01 de Abril del 2008, pueden descargarse mas temas en audio y pdf para su impresion del sitio oficial